Anna G. Lozanno
Marina Fernanda, activista. Foto: Rafael del Río |
GUADALAJARA, Jal. (Proceso).-
“¡Édgar! ¡Quítate ese vestido, ya, cabrón! ¿Qué chingados haces con mi ropa
puesta?”
Édgar tenía cuatro años y
estaba frente al espejo cuando escuchó la reprimenda de su madre. Fue la
primera vez que sintió el deseo de ser mujer. Hoy, a sus 30 años, ya no se
llama Édgar, sino Marina Fernanda, Fer, y es una transexual de voz gruesa y
ademanes suaves.
Durante la entrevista con Proceso
Jalisco mueve sus manos de manera constante, lo que hace sonar las
pulseras de su muñeca izquierda. Pide un café americano con naturalidad, sin
hacer caso a las miradas curiosas y las risas burlonas de los parroquianos del
establecimiento donde se realiza el encuentro.
Y comienza su relato: “A mí nunca me gustó jugar a las muñecas ni a las Barbies. Tampoco me gustaba jugar a la cocinita y esas cosas; prefería los juguetes más neutrales, como los lego, o aquellos que no tuvieran un estereotipo de niña o niño”.
Cuando su madre le recriminó
por usar sus prendas, le dijo que él era varón. Lo que él estaba haciendo no
estaba bien y le explicó: la ropa de mujer es para mujeres; los niños siempre
deben llevar ropa de hombre. Fer comenzó a preguntarse por qué su gusto por las
prendas femeninas estaba prohibido no sólo por su madre, sino por la sociedad
que juzgaría en los siguientes años su proclividad a usar ropa de mujer.
“Yo no entendía la separación
del género. No entendía por qué en el kínder los niños debían jugar cosas de
‘hombres’ mientras las niñas tenían otro tipo de entretenimientos. ¿Por qué no
podíamos jugar todos lo mismo? ¿Por qué nos clasificaban? ¿Por qué esa
diferenciación? ¿Por qué no todos podríamos tener algo de los dos?”, relata.
En la adolescencia, Fer
entendió que, además del género binario mujer-hombre, había algo que le hacía
ruido con su identidad sexual. Su padre, de origen chileno y aficionado al futbol,
le dijo que los hombres eran heterosexuales. Era machista, recuerda Fer, y
trabajaba como maquillista junto con su madre. Y siempre, recuerda, despreció a
“los maricones”.
Fer estaba convencido que si
había nacido hombre, debía vivir como tal. Pero cuando estudiaba la secundaria
en una institución privada y católica –el Colegio Francisco I. Madero–
surgieron las dudas.
La superiora del plantel era
Marina Guadalupe, quien daba clases de historia. Era robusta, llevaba el pelo
corto y sus rasgos faciales eran toscos. Eso le causó envidia, dice Fer. ¿Cómo
era posible que Dios se mostrara permisivo en ese caso de “masculinidad
femenina” y que esa religiosa predicara su palabra? Le costaba trabajo asimilar
que él estaba condenado a vivir en el pecado por pensar en transgredir su
género masculino a uno femenino.
“No entendía cómo una monja
podía tener la apariencia física de un hombre y no ser castigada ante Dios.
Pero cada que a mí me despertaban las ganas de vestirme con la ropa de mi
madre, estaba mal; Dios me castigaría –pensaba– por querer lucir como una
mujer.
“¿Por qué Dios castigaba al
hombre femenino y no a la mujer masculina? Nunca lo entendí. Tuve que reprimir
mis ganas. Cada que ‘pecaba’ me daba por autoagredirme; cortarme con objetos
filosos para sentir menos culpa.”
Fer sonríe tímidamente cuando
habla del amor. Se acaricia el cabello negro que lleva suelto. Su primer beso,
dice, fue a los 16 años, con su primera novia. “Le supo feo”, dice. Su rostro
se ilumina cuando narra que a esa edad era fan del grupo musical Jeans. En esos
tiempos disfrutaba pasear con su novia. Además, “vestía hermoso”.
Sin embargo, Fer evitaba el
contacto físico. Para lograr una erección, susurra, imaginaba un catálogo de
ropa interior de mujer. Su verdadero placer no era el contacto carnal, sino
vestirse a escondidas con la ropa de sus novias: faldas cortas, jeans
ajustados, maquillarse y ponerse lápiz labial.
Sorbe su café y sonríe.
“Siempre me incliné hacia la
feminidad, quizá por eso nunca entendí bien eso del amor. Quizá aún no termino
de entenderlo. Me gustan las mujeres, pero no soy gay; siempre me incliné hacia
la feminidad. Desde chica me sentí identificada con personajes femeninos tanto
en las películas como en las caricaturas, sobre todo en el animé de Las Guerreras
Mágicas”, cuenta.
Disforia de género
“Mi problema de disforia de
género empezó cuando me sentía culpable por envidiar mentalmente no haber
nacido mujer –cuenta Fer–. Comenzaba a castigar y desconocer mi esencia de
hombre. Pero en el fondo sabía que no le hacía daño a nadie al vestirme de
mujer. Durante un par de meses dejé de hacerlo, pero nunca dejé de sentir ganas
de hacerlo.”
La disforia de género es la
disconformidad por haber nacido en un sexo biológico al que la persona se
siente ajena. Y eso era lo que le provocaba culpa a Fer. Tenía 18 años cuando
optó por acercarse al cristianismo. Cada noche rezaba, aferrada a su Biblia
pidiéndole a Dios que “la curara”. La religión se volvió su salvavidas.
Como la iglesia a la que
acudía se desintegró, decidió continuar con sus estudios y se matriculó en la
universidad para estudiar diseño gráfico. Ahí conoció a su segunda novia, quien
tenía un look andrógino. Fue entonces cuando su disforia de género llegó al
límite.
Fer usaba ropa interior de
mujer debajo de sus pantalones cuando iba a sus clases, pero fantaseaba con
llegar un día a la universidad con vestido o falda corta. El deseo era
acuciante, recuerda. Se sentía “como un monstruo”, por lo que buscó la soledad.
Fer comenzó a leer al
psicoanalista suizo Carl Gustav Jung, uno de los fundadores de esa disciplina.
Estaba de acuerdo, dice, con la clasificación que hizo del progreso individual,
según la cual la persona representa la imagen pública mediante una máscara que
usa todos los días para fingir lo que no es.
Comenzó a leer más sobre
psicoanálisis, disforia e identidad de género, hasta que encontró en el término
con el que se identificó: “transexual”:
“Encontré una tesis en línea
del psiquiatra Rafael Salin-Pascual titulada Cuando el sexo de mi cerebro no
corresponde al de mi cuerpo. Y ahí conocí la palabra transexual. Entendí que yo
no era gay, sino un transexual. Ya no quería continuar con el estilo de vida
que me asignó mi sexo de nacimiento.”
Como aún no entendía sus
problemas de identidad y sexualidad, los pensamientos suicidas eran
recurrentes, Fer buscó ayuda terapéutica. Tenía 20 años, dice, cuando descubrió
que la transexualidad no es homosexualidad. Supo también que sus deseos sólo le
indicaban la orientación sexual. Así fue como aceptó su nueva identidad de
género y decidió asumirse como mujer.
“A las transexuales no nos ven
como mujeres, sino como un joto que ha llegó al tope. A mí me costó mucho
trabajo, pero poco a poco comencé a sentir una necesidad de exteriorizar mi
nueva identidad. Así que me decidí a comprar mi primer vestido. Me lo puse, me
miré en el espejo y sentí algo mágico”, recuerda.
Luego siguió el tratamiento
hormonal. Un tratamiento médico para la hominización puede durar hasta dos
años, explica, y consiste en dos fases: bloqueo de las hormonas sexuales
previas (andrógenos) y administración de hormonas femeninas (estrógenos). Fer
prefiere el tratamiento natural, pues, asegura, aunque es más lento, es menos
dañino para su organismo.
Y agrega: “El remplazo
hormonal es parte de la transformación, y consiste en equilibrar las hormonas
de acuerdo a lo que un endocrinólogo indique. Sin embargo, muchas mujeres
deciden la autohormonación, es lo más común, pero también lo más peligroso”.
Contrario de lo que ocurre con
las transexuales que optan por ser hombres, la voz de quienes se asumen mujeres
y renuncian a su masculinidad no se modifica de inmediato, aunque existen
trucos y ejercicios fonéticos. Hoy, Fer luce como una chica trans sin pena a la
moderada feminización de su cuerpo. Sus pechos son pequeños y su delgada figura
acentúa su cintura.
“Tengo poco más de un año
viviéndome como mujer –cuenta–. Al principio me daba pena trabajar en algo
donde tuviera mucho contacto con la gente porque me veía feo. Preferí trabajar
por mi cuenta y poco a poco perder el miedo a que me vieran.
“Soy fotógrafa y apenas la
semana antepasada hice mi primera sesión, ya en mi género, sin pena alguna.
También soy activista y feminista, vocal de la organización Transforma-T, que
ayuda a chicos y chicas con su proceso trans.”
Fer continúa con el remplazo
hormonal y parte de su trabajo como activista consiste en dar visibilidad a la
comunidad de chicos y chicas trans, así como la creación de estrategias y
políticas públicas a favor de la comunidad Lésbico, Gay, Bisexual, Travesti,
Transexual, Transgénero e Intersexual (LGBTTTI) en Jalisco.
Una sociedad retrógrada
El especialista en salud
mental Blas Jasso Hinojosa comenta a Proceso Jalisco que la transexualidad en
México aún es vista desde el modelo de la psicología tradicional como una
parafilia, una desviaciones sexual, e incluso como enfermedad mental.
Sin embargo, refiere, la
transexualidad ya no puede ser vista desde esa perspectiva, pues existe una
tendencia mundial que defiende las diferentes manifestaciones de la sexualidad.
Y agrega: “Estas
manifestaciones no son enfermedades. Antes se les consideraba como parafilia,
porque era un modelo diferente que rompía con la cotidianidad. Por tanto, era
vista como una enfermedad o un trastorno psicológico. Pero hoy ya no se puede
ver así. Estamos hablando, no de una preferencia, sino de una condición
sexual”.
Si bien todo lo que se
considera un “gusto por lo que no es normal” sigue siendo visto como una
parafilia, hoy, hablar de transexualidad es un derecho de identidad de género
en el cual el principal obstáculo sigue siendo el enfrentarse a una sociedad
machista y heteronormativa. Sin embargo, insiste Jasso Hinojosa, las teorías de
género del mundo están permeando a México y en Jalisco no pueden quedar atrás.
La transexualidad, puntualiza,
“no es una enfermedad ni puede ser vista como tal. Si lo vemos a nivel de rol de
género, no hay ningún problema; el problema es la sociedad. La transexualidad
es una manifestación de la sexualidad. Lo que pasa es que vivimos en una
sociedad retrógrada. El problema reside también en la ayuda psicológica poco
efectiva que se le brinda a la población trans”.
Y aclara: un psicólogo no es
un psicoterapeuta ni un sexólogo. Cualquier tratamiento requiere un proceso
terapéutico adecuado de acompañamiento.
“Quien deba de atender a los
trans debe de ser un sexólogo especializado en cuestiones psicoterapéuticas con
el propósito de lograr una condición de género clara; de lo contrario, vendrán
depresiones y trastornos de ansiedad al no ser bien diagnosticadas o al no
recibir la ayuda indicada”, comenta el especialista.
Dice que, a diferencia de otros
países, en México no existe una regulación que incluya un tratamiento
psicológico de por lo menos dos años antes de practicar cualquier procedimiento
hormonal o quirúrgico para la reasignación de género.
En países como Argentina, por
ejemplo, existe una ley de atención sanitaria para la reasignación del sexo. La
norma establece que el sistema de salud pública y privada deben ofrecer
asistencia psicológica a cualquier persona que solicite la reasignación de sexo
de principio a fin. Establece también que en ninguna reasignación se requerirá
la intervención o autorización de ninguna autoridad judicial o administrativa
para decidir sobre un derecho a la identidad sexual y de género.