Por
Jesús Susarrey
Atinado,
es lo menos que puede decirse del discurso de la Gobernadora ante las cúpulas
empresariales mexicanas. Un clima de inversión adecuado es impensable sin la
certidumbre jurídica y el Gobierno confiable que ofreció, pero dimensiona
también el enorme reto de restituir el aprecio por la cultura de la legalidad.
Dos
problemas, que si bien son añejos, se acentuaron en los últimos seis años. Uno
es la cultura de la ilegalidad que paradójicamente fue estimulada por las
resistencias en los tres niveles de gobierno para apegarse al marco jurídico.
El otro, es la desconfianza en las instituciones y en la sociedad política en
general, como consecuencia de ese desapego, las sospechas de su improbidad y de
sus malos resultados.
En
Sonora no toda la sociedad política ni toda la sociedad civil parece entender
que el dilema entre libre mercado y democracia es algo más que falso. El
primero requiere de la regulación y de los bienes que producen los
poderes públicos y, la segunda, del crecimiento económico y la inversión para
mejorar el bienestar general.
La
precisión es desde luego elemental pero necesaria para dimensionar los efectos
del incumplimiento de los deberes públicos. Nuestro proyecto de desarrollo es
liberal, requiere inversión productiva, de un Estado de Derecho sólido y de un
gobierno de calidad como estrategias para resolver la problemática que nos aqueja.
Resolver
el déficit de cultura de la ilegalidad es responsabilidad de todas las
instancias y niveles de gobierno. Debiera entenderse a cabalidad que no es
suficiente la voluntad de la Gobernadora y las acciones de la Secretaria de
Economía. El tema no es exclusivo de economistas e inversionistas, permea todos
los ámbitos sociales.
La ilegalidad, presente en casi todas
las interacciones sociales
Como
en todo el país, es paradójico que los actos que no se ajustan a la ley
brotan principalmente del gobierno que debería no sólo cumplirla, también
ocuparse de hacerla cumplir. El Estado ha sido asumido como burocracia, como
proyecto político, como prebenda, pero no como legalidad. Como botín, si nos
atenemos a los recientes cortes de caja, lo mismo en el gobierno estatal, en
algunos municipios, partidos políticos y en no pocas representaciones en el
Congreso incluso.
En
prácticamente todas las interacciones sociales se percibe el déficit de
legalidad. Igual en el elemental respeto a la propiedad privada con las
ilegales invasiones de tierra y la indebida apropiación de los inmuebles y
espacios públicos, que en el respeto al ordenamiento urbano. No digamos en el
incumplimiento de la legislación en materia de asignación de obra pública, transparencia
y rendición de cuentas.
La aplicación de la ley es discrecional;
es vista como aspiración, no como norma
La
añeja percepción generalizada de que la ley es letra muerta, que sirve a los
poderosos y que los gobiernos la aplican discrecionalmente sigue vigente y
moralmente desincentiva su obediencia. Sabemos desde luego que nada justifica
el incumplimiento pero también que hay mucho de razón es ese sentimiento
colectivo. La Constitución y el marco jurídico son vistos como símbolo, como
aspiración, no como norma obligatoria.
Una
larga lista de leyes aprobadas y reglamentaciones duermen el sueño de los
justos en espera de su aplicación. De transparencia; de participación
ciudadana; para el uso eficiente de los fondos de pensiones; para garantizar
servicios municipales de calidad. Hay leyes y reglas no aplicadas en
prácticamente todo que contradicen su propósito y el ideal de brindar
certidumbre jurídica.
Más
que nueva legislación lo urgente es restituir la legalidad, darle vigencia al
Estado de Derecho, un imperativo que va más allá de la promoción económica. El
necesario clima de inversión y las estrategias convenientes las conocen e
impulsan los economistas, el imperio de la Ley es un principio democrático, una
exigencia ciudadana y un compromiso irrenunciable para los poderes públicos.
Que mercado y sociedad exijan un gobierno confiable y eficaz debiera preocupar a una sociedad política que no parece enfocada del todo a esos propósitos. La honestidad es el resultado de ejercer el poder asumiendo la responsabilidad jurídica que conlleva. La eficacia, deriva del grado de responsabilidad política en el desempeño. Las características que Max Weber atribuyó a los liderazgos con vocación para la política. El compromiso fue ya valientemente anunciado, esperemos que las élites estén a la altura del reto.