lunes, 24 de marzo de 2014

Los “mocos” del maestro que inspiró a Bolaño

Por Alán Aviña V.
Cada clase de Julio Montané era una verdadera cátedra. Ese viejo de coleta blanca y calcetines multicolor sabía mantener expectante a su audiencia. Iniciaba la clase tirando el periódico a la basura, diciendo que no tenía nada interesante. De ahí, de lado a lado del salón lo recorría con sus manos a la espalda hablando desde los juicios de inquisición en la Nueva España, sobre las costumbres sexuales de las etnias aborígenes; y pasaba a la geografía, a Aristóteles, Simone de Beaviour, feminismo, sexo, y en ese tema se mantenía un buen tiempo hasta confesarnos que cuando viajaba con Helga, su esposa, siempre llevaban un cojín que se podía colocar sobre la espalda para copular mejor.

Ver de lado a lado a ese maestro que se tambaleaba en algún momento se volvió un ritual que de siete a nueve de la mañana repetí durante un año. Una de las primeras imágenes que se me quedaron guardadas del maestro, que aún recuerdo me provocaron un poco de lástima, fue ver acercarse a mí para enfatizar alguna frase de su discurso. Se acercó tanto, que pude ver un espeso líquido que salía de sus fosas nasales. No pude evitar hacerme para atrás y él volvió a su lugar y siguió hablando de uno de los tantos temas que dominaba.

Aquella imagen pronto quedaría borrada por esa manía por hacer leer a la gente que tenía. Cada mañana llevaba tres o cuatro libros a regalar, incluyendo revistas y ejemplares de colección.

En entrevista con Diego Enrique Osorno el maestro dijo que alguien que no devuelve los libros que le prestan es porque no lo ha leído. En 2009 le devolví alrededor de cuatro que me prestó. Uno de Murakami, de Naipul, otro sobre psicología del amor, o algo así que insistió que leyera, y uno más de algún escritor raro que no recuerdo.

Además, me regaló algunos ejemplares de Sartre, otro de Naipul y otro magnífico. Una recopilación de poetas hispanoamericanos de toda la historia. Recuerdo que nos contaba cómo Lope de Vega escribía sus relatos a partir de lo que en las cantinas escuchaba sobre el nuevo mundo. Siempre que hablaba de literatura me volteaba a ver.

Siempre quiso que escribiera, por eso me daba libro tras libro, e incluso leía mis textos. Uno, de los primeros fue un cuento que narraba la aventura que dos mecánicos tuvieron al cruzar cinco kilos de cocaína de Huatabampo a Nogales y cómo al volver, escuchando cumbias recordaban la travesía. Al terminar de leerlo después de perder unos minutos de clases, se acercó a mi asiento tocándome el hombro y me dijo “esto lo tienes que publicar”.

Lo que en realidad quería decir, es “no dejes de escribir”. El cuento era malísimo, pero él sabía que con esfuerzo podría conseguir escribir buenos textos.

Escribir sobre él siempre resultará un torbellino de emociones. Apenas supe que murió, vi en las redes tantos mensajes, poemas y dedicaciones en homenaje que entendí la magnitud de la influencia que su persona había tenido en generaciones de científicos sociales, historiadores y escritores en Sonora y en México.

En lo particular debo decir que ese hombre que al cabo de dos años ya no me recordaba, fue una de las influencias más importantes para seguir escribiendo. Me legó esa valentía por romper las barreras del anonimato del archivo almacenado en una carpeta.

Tiempo después supe que había inspirado algunas de las obras de Roberto Bolaño, especialmente por la publicación del Atlas de Sonora, de los únicos en su género.

Su vida, tan prolífica como su escritura, fue un dechado de virtudes que no dudaba en derrochar con cualquiera que conociera.