Por Alán Aviña V.
Cada clase de Julio Montané era una verdadera cátedra.
Ese viejo de coleta blanca y calcetines multicolor sabía mantener expectante a
su audiencia. Iniciaba la clase tirando el periódico a la basura, diciendo que
no tenía nada interesante. De ahí, de lado a lado del salón lo recorría con sus
manos a la espalda hablando desde los juicios de inquisición en la Nueva
España, sobre las costumbres sexuales de las etnias aborígenes; y pasaba a la
geografía, a Aristóteles, Simone de Beaviour, feminismo, sexo, y en ese tema se
mantenía un buen tiempo hasta confesarnos que cuando viajaba con Helga, su
esposa, siempre llevaban un cojín que se podía colocar sobre la espalda para
copular mejor.
Aquella imagen pronto quedaría borrada por esa manía por
hacer leer a la gente que tenía. Cada mañana llevaba tres o cuatro libros a
regalar, incluyendo revistas y ejemplares de colección.
En entrevista con Diego Enrique Osorno el maestro dijo
que alguien que no devuelve los libros que le prestan es porque no lo ha leído.
En 2009 le devolví alrededor de cuatro que me prestó. Uno de Murakami, de
Naipul, otro sobre psicología del amor, o algo así que insistió que leyera, y
uno más de algún escritor raro que no recuerdo.
Además, me regaló algunos ejemplares de Sartre, otro de
Naipul y otro magnífico. Una recopilación de poetas hispanoamericanos de toda
la historia. Recuerdo que nos contaba cómo Lope de Vega escribía sus relatos a
partir de lo que en las cantinas escuchaba sobre el nuevo mundo. Siempre que
hablaba de literatura me volteaba a ver.
Siempre quiso que escribiera, por eso me daba libro tras
libro, e incluso leía mis textos. Uno, de los primeros fue un cuento que
narraba la aventura que dos mecánicos tuvieron al cruzar cinco kilos de cocaína
de Huatabampo a Nogales y cómo al volver, escuchando cumbias recordaban la
travesía. Al terminar de leerlo después de perder unos minutos de clases, se
acercó a mi asiento tocándome el hombro y me dijo “esto lo tienes que
publicar”.
Lo que en realidad quería decir, es “no dejes de
escribir”. El cuento era malísimo, pero él sabía que con esfuerzo podría
conseguir escribir buenos textos.
Escribir sobre él siempre resultará un torbellino de
emociones. Apenas supe que murió, vi en las redes tantos mensajes, poemas y
dedicaciones en homenaje que entendí la magnitud de la influencia que su
persona había tenido en generaciones de científicos sociales, historiadores y
escritores en Sonora y en México.
En lo particular debo decir que ese hombre que al cabo de
dos años ya no me recordaba, fue una de las influencias más importantes para
seguir escribiendo. Me legó esa valentía por romper las barreras del anonimato
del archivo almacenado en una carpeta.
Tiempo después supe que había inspirado algunas de las
obras de Roberto Bolaño, especialmente por la publicación del Atlas de Sonora,
de los únicos en su género.
Su vida, tan prolífica como su escritura, fue un dechado
de virtudes que no dudaba en derrochar con cualquiera que conociera.