jueves, 25 de julio de 2013

Ancianos…

Ventura Cota Borbón
A pesar del empeño puesto en la acción de alimentar a don Benito, Sofía no conseguía su objetivo y cada vez que la cuchara con sopa se acercaba a la boca del anciano, el contenido de ésta casi caía en su totalidad. Sólo las secuelas del conato de alimento quedaban en las comisuras de los labios y era un reto diario lograr que don Benito se alimentara aunque sea medianamente.

Sin embargo, en la mente obnubilada a momentos del enfermo de Alzheimer, representaba todo un juego que su utopía había convertido en realidad: él, sentado en su lujoso escritorio, recordando antaño su puesto de ejecutivo de una banca muy famosa en su pueblo, y ella –Sofía-, sufriendo para que su suegro siguiera la cotidianeidad de los días.

Don Benito en sus buenos tiempos, efectivamente fue un acaudalado y exitoso banquero. De ciudad pequeña o pueblo grande, como usted quiera llamarlo, pero al fin banquero. Y eso, se conservaba en un espacio de su cerebro que a últimas fechas le fallaba como un desvencijado motor de carro modelo del 45.

Esa misma tarde, Sofía y Manuel, éste último padre de don Benito, se preparaban con cierto dejo de tristeza a poner las escasas pertenencias del “vejete” -como en ocasiones de modo despectivo y en mucha forma ofensiva, se refería el hijo al padre-, en una maleta que ya había vivido sus mejores tiempos.

Don Benito presintiendo hacia dónde lo llevaban, con timidez cuestionó el apresuramiento de la pareja por subirlo al automóvil. Ellos, escuetamente sólo le dijeron: “A donde te llevamos vas a estar mejor que en casa”. Sin oponer resistencia y como si fuera un niño a quien llevan de paseo a una feria, don Benito subió al carro de modo dócil.

Una hora después de camino, llegaron frente a las rejas de un asilo. El hospicio aunque muy elegante, no dejaba de ser una especie de prisión para quienes desechados por sus allegados al considerarlos ya sin utilidad para la familia, los mandaban a un lugar “mejor”, donde aseguraban estarían bien atendidos.
 
La pareja dejó en la antesala al anciano que iban a internar y se dirigió a la oficina cuyo letrero indicaba que era la administración. Previo papeleo de rutina, salieron sólo para despedirse sin emoción alguna del viejo a quien mecánicamente repitieron que estaría “mejor” en ese sitio. Simplemente se fueron y el longevo con su mirada ya muy cansada los vio perderse en las calles de esa ciudad grande o pueblo chico como usted quiera llamarle.


Ya en el albergue a don Benito se acercó rápidamente Paul -un obeso viejecito que aunque no padecía de ninguna enfermedad, voluntariamente se hubo confinado en ese espacio donde convergerían cientos de historias sin destino-, para amablemente darle la bienvenida. Entrambos se dio una empatía que forjaría una amistad sin condiciones… 

Continuará mañana viernes 26...