Por Blanca Toledo Minutti
Es la noche en que todos se reúnen en casa para celebrar con la familia. Nadie quiere viajar; él sí.
Levanta el cuello de su gabardina intentando que el viento helado que lo recibe al salir del establecimiento cambie de parecer y no lo azote en pleno rostro pero es imposible persuadirlo. Aborda un taxi y pide lo lleve a la central camionera, el autobús está próximo a salir y él debe tomarlo de inme-diato para dejar Guaymas y llegar a Hermo-sillo donde milagrosamente ha conseguido un pasaje de avión, al triple de su valor, en una pequeñísima aerolínea.
Hora y media después de descender del autobús aborda un taxi que lo lleva al aero-puerto.
A excepción de los empleados, no hay gente, unos cuantos establecimientos, sobre todo de comida, parpadean con luces de co-lores mientras ofrecen un menú tradicional. Se acomoda en uno de los asientos de la sala de espera y observa sistemáticamente su reloj; tiene hambre.
Una hora después comienza a caminar de nuevo, después de mostrar su boleto traspasa la puerta de cristal, avanza por el pasillo lustroso y se somete a la revisión exhaustiva; después baja una larga rampa sigue por otro pasillo sinuoso que desemboca en una nueva sala de espera, mucho más cómoda y pequeña que la primera y vuelve a sentarse, desde el ventanal vislumbra el avión que parece de juguete.
El tiempo que pasa después se le antoja larguísimo ¿Para qué tanto protocolo si sólo hay dos pasajeros más?
Nadie viaja en Navidad, se dice mientras se acomoda en el asiento del avión. Minutos después de despegar una simpática aeromoza ofrece bebidas y botanas sencillas, él lo acepta todo seguro que su hambre se conservará intacta y se concentra en el espectáculo nocturno de ese paisaje montañoso que se aprecia a través de la ventanilla.
Una hora y media después están ate-rrizando en el aeropuerto de Huejotzingo.
Cuando está atravesando el último pasi-llo sonríe y apura el paso lidiando con el enorme equipaje que ha debido traer sin remedio.
No tiene que hacer fila para comprar el pasaje de autobús, hay una última corrida a la ciudad de Puebla en los siguientes veinte minutos, aguarda de pie observando a distancia aquellos establecimientos que aún continúan abiertos.
Cuando aborda el autobús, el chofer le lanza una mirada llena de reproche, como si lo culpara por haberlo hecho trabajar esa noche en lugar de pasarla en casa, él simplemente lo ignora, acomodándose en los primeros asientos para ver la carretera. Escucha la voz del chofer informando que el recorrido no tendrá mayor duración que escasos treinta minutos.
Al llegar, descubre que la central camionera es extremadamente reducida y acogedora, huele a café, inmediatamente después de la taquilla advierte las mesas circulares y a la mujer en la barra que sistemáticamente llena las tazas humeantes que despiden tan atrayente aroma; se le antoja pero sigue de largo hacia los taxis que espe-ran enfilados sobre la acera. Afuera escucha los villancicos procedentes de las series de luces de colores que penden de los árboles en el camellón; la ciudad es una fiesta de colores que resplandece en esa gélida noche.
Vuelve a apretarse la gabardina contra el cuerpo y se monta sobre la cubierta de cuadritos del duro asiento del taxi, huele a desodorante barato. El taxista se frota las manos y sonríe.
-¡Qué frío! ¿No? Y él simplemente responde que sí entregándole el ticket para que el hombre comience a avanzar. Todos los semáforos están en preventiva, la calle desierta; de vez en cuando son rebasados por un automóvil a toda velocidad.
Veinte minutos después aparcan sobre una de las principales avenidas de la ciudad enfrente de las pocas casas habitación que se conservan en medio de todos los establecimientos de la modernidad.
Dentro de la casa la luz está encendida, la cena yace sobre la mesa, intacta y fría; las luces de colores tintinean sobre el árbol y los regalos envueltos; él sigue de largo, lo que busca no está sobre la mesa ni bajo el árbol; está en la recámara dormida.
Pasado mañana vuelve a hacer el mismo recorrido largo y tortuoso hasta Sonora para abordar un barco.
Se recuesta a su lado; su mujer huele a jazmín.
Sí, él ya está en casa.