Todos Santos
Por Blanca Toledo Minutti
Para el día de muertos mi abuelita (yo le llamaba así porque el calificativo de abuela le sobrepasaba de la cabe-za y se le escurría de los tacones altos; debía arremangarse el nombre a su pequeñez y le estorbaba al caminar) colocaba una serie de guisados miniatura adheridos a cazuelitas de barro, dulces de coco, trompetas del 15 de Septiembre, gallitos de pepita calabaza con ojos de semilla que guardaban el secreto de su sabor tan delicioso y las fotografías con sus marcos coquetos de sus grandes pérdidas.
Las velas encendidas deformaban las fi-guras en una serie de sombras y le daban al lugar un aspecto tenebroso.
En esa obscuridad, las formas caprichosas de los alimentos se elevaban para fundirse con las manchas existentes en el techo y las paredes formando figuras de seres aterradores que bailoteaban al ritmo de las llamas.
Cuando era muy pequeña me parecía que el sabor de los dulces después de levantar la ofrenda era como hueco. Mi abuelita me decía que habían tomado el gusto del cuarto cerrado, de la cera y de los días transcurridos pero yo no le creía, pensaba que después de la visita de nuestros difuntos los alimentos se habían quedado con el puro gabazo; ese cascarón era la señal de que antes las sombras no nos habían engañado.
Los otros niños celebraban el “Hallo-ween” y se vestían de brujas y hacían fiestas ruidosas con ponche y dulces; nosotros no, mi abuelita se habría sentido ofendida con tal ultraje al verdadero sentido de un día de muertos.
Mi abuelita devotamente acomodaba sus manteles decorados, las fotografías que para el final de sus días reducían los espacios imposibilitando colocar los demás adornos como los juguetes y la botella de Bacardí porque siendo la menor de 11 hermanos al final de sus días ya no le quedaba hermano vivo; también había enfrentado la muerte temprana de su pequeña hija y hacía tan poco el deceso de su marido, con el que vivió sesenta años y al que no se sabía bien si le extrañaba porque lo quería o porque no recordaba cómo era vivir sin compañía.
El día que sepultaron a mi abuelito yo acompañé a mi padre al cementerio para verlo dirigir los trabajos de remodelación de la tumba familiar, que por mandato de mi abuelita, ese mismo día se les indicó a los sepultureros romper la loza y escarbar nuevamente, con el objeto de exhumar los restos de aquella hijita muerta enterrada unos 50 años atrás, para incorporarlos en la nueva caja con mi abuelito.
Mi papá estaba ensimismado mientras yo me encontraba sumergida en una extraña sensación. Estaba en la mitad justa de dos dimensiones; iba a conectarme con una parte del pasado de mi padre que no había sido posible conocer pero que pese a todo, me había contado tanto…
El hombre que paleaba con precaución advertido que encontraría una caja y unos restos, nunca llegó a encontrarlos, pero hizo un gran descubrimiento, ¡unos zapatos blancos! Como si fueran nuevos y una infinidad de cabellos rubios que se volaron por el viento.
-Son como los de ella- me señaló el hombre y volvió a hundir la pala en la tierra húmeda.
Mi padre dejo escapar con palabras la imagen última de la compra de esos zapatos adquiridos con premura especialmente para la ocasión; las suelas jamás sintieron pisada alguna, el piecito descansó ligeramente y ahí sucumbió ante la naturaleza.
“Bella Cenicienta sabías que yo vendría a buscarte y me has dejado una señal”
Yo no lloré entonces, pero la he pensado sin consuelo.
Mi abuelita nos llenaba la cabeza de anécdotas chistosas, de hechos espeluznantes, de descripciones detalladas y de un padre al que jamás conoció en vida. Cuando reía miraba un poco al cielo llevándose los dedos a los labios y soltando una especie de tos que le hacía mover el estómago inundando así nuestros corazones de añoranzas…
En estos días de muerto acudía al panteón de lo más temprano. Mi padre la acompañaba y discutían, porque ella repelaba por los precios, por el tamaño de las flores, por lo marchita de estas y el vendedor le complacía apartando unas de otras. Siempre llevaba lo mismo, siempre compraba en el mismo lugar. El florista sabía que mi abuelita daría la vuelta, justo al costado del panteón municipal y le atacaría siempre con las mismas protestas.
Otro día de muertos mas (que casualidad, los visitantes cambian constantemente de rostros, de ropa, de manera de hablar, pero la tradición prevalece ¿será porque se pasa así, medio bajito, entre un padre nuestro y diez aves marías? ¿En los intervalos del ruega por ellos y los pellizcos al dulce de membrillo, cuando a los niños les falta edad para advertir el cascaron vacío de los manjares en la ofrenda?)
Mi familia cumplió a la cita. El señor solícito, apuró las docenas para amarrarlas con los lazos (no demasiado apretadas porque rompen el tallo y le restan vida a la flor) mi papá comenzó a hacer su pedido, un poco de estas, más de aquellas y algo de algunas terceras que desafortunadamente no he podido recordar.
El hombre lo atendió pero quiso ser cortés a su clientela y dejó escapar su interrogante (como quien deja ir una catarina del puño cerrado).
-¿Y la patrona ahora no vino?
Mi padre seguramente sintió el latigazo que sentimos todos. Su mente probablemente se fue a los sucesos de hacía tres días y de la misma manera que el vendedor de flores, soltó su respuesta.
-Sí, está aquí, esta vez las flores son para ella.