domingo, 16 de octubre de 2011

Rincón de las letras (Edición No. 226, colaborador)

La niña mala
Por Blanca Toledo Minutti
Ella no sabía que había distintas clases de caricias y que no todas las personas que las hacen son para demostrarle su cariño.
Algunas lastiman sin que duelan, pero con el tiempo se convierten en una especie de puntito podrido en el lugar donde debería estar el alma y van creciendo con los niños como huéspedes, de la misma manera que van empequeñeciendo y asfi-xiando los afectos.
Lo supo tarde, muy tarde y no fue cuando el tierno ancianito la sentó en su regazo como tantas veces después de apretarle los labios con sus bigotes ásperos, tampoco cuando a la vista de todos y con total disimulo, le levantó la falda por la parte de atrás con la mano que no utilizaba para sostenerla, ni cuando apartó su calzoncito de algodón para pasar con suavidad un par de sus dedos sobre los genitales produciéndole una sensación que le agra-daba, la misma que sentía cuando le acariciaban el cabello, los hombros o sus pequeñas manos sonrosadas.
Se enteró después, después de que esos dedos arrugados, como los suyos después de estar bajo el agua por mucho tiempo, ya no se conformaron con seguir rozándole por fuera la piel lampiña y aterciopelada, y entonces comenzaba a buscar dentro de ella, poco a poco, día a día, avanzando como un cáncer silencioso que va ennegreciendo sin que nadie se percate hasta que lo ha podrido todo y se vuelve irremediable; esculcando en los sitios donde incluso no se había imaginado que tendría porque era pequeña, pequeña, pequeña, tan pequeña que los botones del abrigo de su madre le parecían inmensos desde la otra habitación donde la veía platicando despreocupada porque confiaba en el viejito tierno que le hablaba al oído a su hija depositándola sobre su pierna, una mano libre a la vista, la otra colocada de tal forma que pareciera que sostenía su valiosa carga con el cuidado genuino de un santo para evitar suspicacias.
Supo que lo que el anciano hacía con ella era malo cuando su madre decidió que ya era tiempo de tener “la plática”, la que había postergado hasta ahora confiada de que alcanzara su entendimiento, porque una niña de cuatro años ya sabe y está libre de peligro, ¡que equivocada!
Dejarse tocar de esa manera era muy malo, la niña que lo permitiera era tan mala como aquella que la tocaba y no merecía el perdón de su madre.

Si ella se enojaba dejaba de hablarle y se negaba rotundamente al besito confor-tante de las buenas noches; por eso con las sombras llegaban aquellas figuras fantasmales que intentaban atraparla y ella no podía gritar, no podía llamarla, no podía hablarle a nadie porque estaba castigada .

¿Qué pasaría entonces si se enteraba que ya había pasado? No había nada de qué prevenirla ahora, el lobo había encontrado a caperucita desprevenida y la había atrapado mucho antes incluso de tener su capa roja.
Estaba condenada, condenada a todas las noches de insomnio, a mirar arrinconada con la cara ojerosa, larga, triste y silenciosa, cargando a cuestas el peso enorme de unas culpas ajenas.

Ahora, sabiendo que pasaba todo, debía fingir que no pasaba nada, saludar al viejito tierno que en el día no hacía nada, que pasaba las horas sentado en su silla mecedora como una figura de cera pero que nada más verla ansiaba sentarla de inmediato en su rodilla para buscar con prisa traspasar la barrera del calzoncito de algodón con esos dedos gruesos, temblorosos, enajenados con la piel tersa, blanca y casta de una pobre niña mala.