EL ANTOJO
Por Miguel Ruiz Cruz
En Punta del Diantre vivía un galgo ya jubilado, su cónyuge y sus cuatro vástagos. De joven el can había sido muy aficionado a la caza, pero se casó y afectado por las crisis recurrentes hacía muchos años que no salía a cazar. Un día al llegar de juntar botes (para completar el “chivo”), encontró a su consorte llorando desgarradoramente; diligente y meloso la fue calmando, entre suspiros la doña le dijo que de súbito había sentido un fuertísimo antojo de comer iguana; le preparó una infusión de hierbas y con la promesa de que el domingo saldría a buscar al deseado reptil, doña Chucha se tranquilizó.
El sábado muy temprano, don Chucho, con empeño se dedicó a limpiar su vieja escopeta, luego salió a conseguir las municiones, recorrió todo el pueblo, regresando a su casa muy tarde y solamente con un cartucho. Los cachorros que acababan de llegar de la vagancia, al enterarse que su progenitor se iba de cacería al otro día, en bullicioso consenso dijeron que no querían comer iguana, que lo que se les antojaba era conejo; ni modo, ganó el mayoritéo perruno.
Así pues, el domingo al amanecer se lanzó al campo, seis horas recorriendo por praderas, cañadas y laderas, sin encontrar al apetecido roedor; agobiado por el hambre y la sed, se posó debajo de una ceiba, saciada sus necesidades sentóse en una cómoda piedra y se recargó en el tronco del frondoso árbol, ahí lo venció el sueño… Olfateando al conejo el canijo cazador se despertó y apenas tuvo tiempo para esconderse en el tronco de la ceiba; sin sospechar el peligro el solitario y risueño conejo, también se cobijó en la sombra del mismo árbol, luego de respirar profundamente muy alegre se puso a cantar: “Yo soy el ágil conejo/ tan diestro par brincar/ cuando me sigue algún perro/ nunca me puede alcanzar”.
Entonces el galgo pensó: “A este orejón le voy a quitar lo fanfarrón, cuando yo lo tenga, en menos de lo que canta un grillo, bien quitecito en mi morral, voy pues al arroyo a matar a la iguana que miré en el follaje del sauce y así quedo bien con mis malandrines chuchitos y con mi antojadiza Chatita”.
Así las cosas, saboreando anticipadamente su victoria, el presumido cazador sigilosamente salió de su escondite y con furia canina se abalanzó sobre el codiciado roedor, pero, el astuto Fecundino se escurrió para abajo haciendo que el furioso can pasara por encima sin tocarle ni un pelito, iniciándose así la encarnizada persecución… Cuatro horas después el perro repentinamente cayó fulminado por un agudo infarto al miocardio.
De inmediato y jubilosas las aves le lanzaron sus alabanzas al vencedor, también los cuadrúpedos y los reptiles eufóricos le aplaudían; entonces el habilidoso Fecundino garboso y sonriente se acercó al vencido; con las manos agradece el apoteósico reconocimiento, asimismo pide silencio, al cesar las ovaciones miró despectivamente al caído y, con la legislativa Roque-señal festejó su triunfo.