Las bestias VI -Hambre
Por Blanca Toledo Minutti
Hoy llueve. Comenzó como una pequeña llovizna que fue arreciando hasta convertirse en una tormenta. No puedo salir; las gotas sobre mi piel arden, lastiman y queman, están cargadas de contaminantes peores que los nuestros y destrozan todo lo que se pone en su camino. He intentado desplazarme a otro sitio pero el dolor de esas gotas es inaguantable, más que el hambre que me agobia y tengo que recostarme para intentar dormir y no pensar. Entre sueños escucho el constante repicar del agua que se abre camino sobre la tierra formando ríos y me digo que esta será una nueva complicación para subsistir y vuelvo a acurrucarme, me consuelo al pensar que al menos mi refugio ha sido una buena elección.
Al paso de los días algunos se aventuran a salir echando mano de todo lo que les ofrece la naturaleza para cubrirse, pero es inútil; oigo sus gritos que acompañan a la quemazón; desgraciadamente no solo yo los escucho, las bestias hambrientas van tras ellos, los devoran y yo no puedo dar cuenta de sus restos mientras el agua corroe la carne desperdiciada. A las bestias no les pasa nada pues su pelaje es grueso y áspero y sus patas tienen esas almohadillas callosas que repelen la humedad, su piel les queda a salvo; ellas han demostrado en todo momento ser aptas para cualquier época; nosotros no.
Despierto con una sensación de ahogo, una opresión en el pecho tan fuerte que duele; ya perdí la cuenta del tiempo que he permanecido dormida o semi inconsciente. Intento levantarme pero una punzada espantosa en el vientre me hace desistir; quiero chillar como un animal herido y vuelvo a intentar ponerme en pie, soy vulnerable ahora, presa de cualquiera. Las sensaciones que percibo en mi interior me indican de algún modo lo que debo hacer y comienzo a pujar abrazándome a la raíz retorcida que me sirviera de refugio. No puedo gritar, no me lo permito, debo mantenerme a salvo hasta que pase el sufrimiento, ya me he enfermado otras veces y el miedo no es una opción de sanación.
Mi abdomen se contrae y expande solo, yo simplemente le sigo el ritmo hasta que por fin, arrojo algo. Me asomó entre mis piernas y descubro la cabeza ovalada y humedecida; no tiene párpados y sus ojos sin la parte blanca parecen un par de semillas de mamey, no tiene bien desarrolladas las orejas y carece de tabique nasal, tampoco tiene pelo ni cejas pero eso es algo que ya nadie tiene. Gruñe al descubrirme observándole, haciendo un sonido sumamente extraño y puedo verle una hilera bien definida de dientes puntiagudos como sierras. Me recuesto de nuevo, a través de la cortina de hojas que la lluvia perforó descubro un cielo que comienza a despejarse, me relajo... La paz fue efímera.
Todavía estaba saliéndome del cuerpo cuando me encajó sus diminutos dientes en la entrepierna arrancándome la carne con desesperación, yo sabía que iba a comerme. Lloré, lloré mordiéndome los nudillos acallando los sollozos; no iba a detenerse hasta saciarse y finalmente, a pesar del dolor, era un alivio, después de tanto tiempo, de esperanza y sufrimiento, era bueno saber que alguien al fin terminaría con mi inútil existencia puesto que yo ya estaba muy cansada de sentir hambre, además esa hambre no me pertenecía, como la pequeña criatura que pugnaba por salir de mi ser.
Cuando su cuerpo estuvo por completo fuera del mío, mordió el cordón que pendía de su abdomen liberándose y sin ninguna clase de sentimientos afectivos hacia su progenitora, aunque debo recalcar que tampoco yo los tenía, se escabulló a rastras hacia la parte densa de la maleza hasta desaparecer.
Blanca E. Toledo Minutti
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