Calderón - Sicilia
Por Ventura Cota y Borbón III
Carlos Marxs en cierta ocasión definió a la religión como una droga que duerme, subyuga y deja sin conciencia al pueblo. Cita textualmente en su obra Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel: “La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo”.
Pero no juzguemos al autor de “El Capital” como un ente intolerante, sino que él manifestaba su concepto tan concisamente, refiriéndose por supuesto a las personas que hacen de las corrientes y filosofías religiosas un dogma, una razón de fanatismo; quien acoge sus creencias a los límites dentro de los parámetros normales, no clasifican en la cita que juzga Marxs.
Sirva el anterior prolegómeno para que se entienda el resto del mamotreto.
Dentro de la literatura que maneja la asociación de Alcohólicos Anónimos, narra que Bill W. (William Griffith Wilson) en diciembre de 1934 durante un episodio de desesperación, cuando su enfermedad alcohólica lo tenía entre las garras de la locura y la muerte, en una habitación del hospital Towns de Nueva York, completamente solo clamó la ayuda de Dios.
“Si acaso existe un Dios, que se manifieste y me saque de esta tortura”. Enseguida, la habitación se llenó de luz. Pero no cualquier tipo de luz, sino de una muy bri-llante que no cegaba, seguida de una suave brisa que tal y como lo platicó el paciente alcohólico, lo transportó a la cima de una montaña llenándolo de una paz que en años no había sentido.
Para él, este reflejo o respuesta de un “Ser Superior”, sumado a un verdadero acto de fe, fue lo que finalmente lo sacó de su carrusel alcohólico y la enfermedad propiamente dicha, se detuvo dejando de beber a partir de ese “milagro” hasta que murió en 1971.
Hace años, durante las pláticas nocturnas que sosteníamos con regularidad un grupo de amigos, había uno en especial que me llamaba la atención.
Vamos a nombrarlo José. Él y su esposa tuvieron un niño en 1988 y problemas en el parto hicieron que el bebé no recibiera suficiente oxígeno en su cerebro llegando las consecuencias y postrando a su hijo en un retraso mental. José platicaba con un gran rencor hacia Dios, que además de dejarlo en esas condiciones, el niño sufría de severos dolores musculares que hacían de cada noche una pesadilla.
Su esposa y él se turnaban para velar el sueño del pequeño y junto con sus inmensos dolores, ellos también sufrían.
Cada vez que la conversación giraba en el tema de Dios, José siempre manifestaba sus rencores y odios a quien según él, era el culpable de la situación de sufrimiento de su hijo. Contrastaban sus palabras de odio al Creador, cuando afirmaba que a pesar de todo, su vástago era un ser muy especial.
Obviamente, quienes le escuchábamos, lo entendíamos y le sugeríamos que buscara la manera de ponerse en contacto con ése Dios que él juzgaba tan duramente y tratara de encontrar una respuesta a tantas dudas, sobre todo, del por qué se había ensañado con su hijo. José no tenía paz interior y cada vez que nos reuníamos, salía el tema de sus penurias.
Sin embargo, en cierta ocasión, cuando esperábamos la frustración de José y tocara el tema que de sobra conocíamos, nos sorprendió al contarnos lo siguiente:
“Esa noche que me tocó guardia con mi hijo, un precioso varón de quince años, fuerte, guapo, pero lleno de inconsciencia y sufrimientos, en la soledad de la habitación oscura y ante los gemidos dolorosos de mi hijo, levanté la mirada retadoramente al techo y reclamé con mucho coraje al Dios en el que ustedes creen, lo que acontecía en mi familia y le dije que si realmente existía, me diera una respuesta; de pronto sentí una “presencia” extraña a un lado de mi hijo y sentí mucho miedo…mas como si fuera un milagro, mi hijo dejó de quejarse y después de quince años de no conciliar en paz su sueño, durmió hasta el amanecer”.
José, con gran emoción y casi llorando nos contó que sus dudas fueron aclaradas y lo que más anhelaban en la familia, que era ver a su hijo postrado en cama pero sin dolor, por fin se cumplía. De eso han pasado ocho años y el retoño de José sigue sin padecer ya sus fuertes dolores.
Aún recordar ese episodio me llena de sentimientos raros. ¿Qué pasó? No sé, pero en el caso de Bill y José se infiere sucedió una especie de actos prodigiosos de fe. Entre las varias acepciones que maneja el diccionario de la Lengua española, define a la fe como un acto de creencia en algo, alguien sin necesidad de que estrictamente esté presente o exista.
La oración, la petición a un Poder Superior, científicamente está demostrada que cuando se hace con verdadera fe, algo se logra. Pero no olvidemos el apotegma de Marxs cuando afirma que debemos ser cautos y no caer en el fanatismo, por que de allí se derivan las demás cosas negativas.
A espaldas de mi escritorio, la imagen encuadrada de la virgen de Guadalupe, forma parte de la decoración de mi oficina. Desde niño, mi madre y abuela me inculcaron esa fe en la madre morena y no me avergüenza escribirlo, simplemente sin caer en el fanatismo rampante, cuando la paz de mi alma anda dando tumbos, le oro y pido consejos. Cuestión psicológica o qué sé yo, pero me funciona.
Esa afición de ser guadalupano me ha sido criticaba y hasta ha provocado que algunas personas rían por ello, sin embargo no me incomoda. Uno de los colaboradores de este medio, respetuosamente ha insinuado que le extraña mi creencia en esa imagen –“bulto”, lo ha llamado él-, e incluso ha escrito fuertes críticas a quienes profesamos esa fe en la guadalupana. Soy tole-rante y entiendo que hay diversidad de pensamientos, he ahí la razón por la que sigue colaborando con nosotros.
En fin, hablar de cuestiones religiosas siempre puede causar escozor en alguien, sin embargo no es la pretensión en esta columna entrar en polémicas con nadie, simplemente compartirles algo que aunque no me consta en lo personal, lo creo de quienes lo platicaron.
EL 23 DE JUNIO PRÓXIMO PASADO en la Ciudad de México (Castillo de Chapultepec) se reunieron Javier Sicilia y Felipe Calderón con el objeto de que el primero, acompañando como cabeza al Movimiento Por la Paz con Justicia y Dignidad, le hicieran ver al jefe del Ejecutivo sus yerros respecto a la “estrategia” con la que desde el inicio de su “mandato” le declaró la guerra a los capos de la mafia.
Los comentarios surgidos a raíz de tan mediática reunión, son muy diversos. Obvio, los emitidos por los corifeos de la presidencia, son muy halagüeños, calificando incluso el acto de comparecencia de Calderón, como de democracia sin precedentes.
Naturalmente que los afectados en esa guerra hasta hoy sin resultados positivos, y a quienes el Gobierno denomina daños colaterales, no estuvieron muy “amigables” con quien consideran el verdugo y causante de sus desgracias.
Algo que se vio muy raro y sospechoso, es el acercamiento entre los protagonistas –Calderón-Sicilia-, llegándose incluso el caso de colegirse que pronto el poeta buscador de justicia por la muerte de su hijo, negocie el movimiento. Mal haría ya que mucha gente aún confía en él y torcer el camino por una dádiva no sería ni ético mucho menos moralmente correcto. Ojalá que muchos nos equivoquemos en esa apreciación, pero como dice el dicho: “La mula no era arisca…”.
De lo que sí podemos estar muy seguros, es que Calderón con su soberbia a cuestas, su autoritarismo y sobre todo, sin reconocer error alguno en argumentos que él considera inconcusos, no cambiará su estrategia de combate al crimen organizado, es más, el perdón que ese día pidió a los deudos de tantas víctimas, es más falso que lo de los uniformes gratuitos de Padrés. He dicho.