A las escondidas
Por Blanca Toledo Minutti
La reunión inofensiva de jugar billar esa tarde de domingo se vio interrumpida por la tormenta eléctrica que cayó sin clemencia sobre la cabaña veraniega. Los adultos hicieron bromas absurdas acerca del mal tiempo cuando la luz se fue por cuarta vez.
¿Dónde quedaron las risitas cuando el anciano acomedido apareció con la vela en las manos? Traía una llama endeble que amenazaba con extinguirse.
La chica pelirroja retrocedió, sintió un bulto pequeño en la espalda que se interponía entre ella y la pared y con los dedos comenzó a tocarlo, sintió un pelaje suave, unos dientes puntiagudos y algo que bien podría ser una lengua. Se volvió e instintivamente retiró la mano cuando una luz del exterior le iluminó unos ojos que ya no lucían indiferentes, sino vivarachos y pers-picaces.
-¿José?- murmuró pero nadie respondió ni hizo el intento de acercársele.
Quedaron nuevamente en tinieblas. Hubo abucheos y de golpe, el silencio. La chica continuó desplazándose hacia donde creyó estaban los demás.
¿Quién respiraba con notada desesperación, como jadeando? ¿Sobre qué estaban sus pies que resultaba demasiado resba-ladizo?
De nuevo llamó a su acompañante, pero ni siquiera ella llegó a escuchar su propia voz.
Las risas de los niños aparecieron al unísono en diversas partes de la estancia. Instintivamente volvió a pegarse a la pared esperando encontrarse con una nueva pieza de caza pues la cabaña estaba llena de ellas, pero no encontró nada.
Ahora era su propia respiración asustada la que escuchaba con claridad. Avanzó hacia su derecha, siempre buscando con la espalda la pared, tocando lo rugoso de la piedra, sus bordes, las puertas cerradas que recor-daba abiertas antes del apagón, y cada hueco que dejaron aquellos animales disecados por su ausencia.
-Faltas túúú- escuchó a las vocecitas decir coro y las risas se convirtieron en gritos jubilosos.
¿Por qué los adultos no hacían otra vez aquellas bromas estúpidas que había odiado en un principio pero que ahora estaba añorando con ahínco? ¿Por qué tampoco reaparecía el anciano con su tímida luz reveladora? ¿Por qué esta soledad persistente que al mismo tiempo se convertía en una espantosa compañía?
-Te voy a encontraaar. Cerró los ojos con fuerza ¿o los abrió? De igual forma la oscuridad era aterradora. Ahora daba gracias a Dios que las puertas estuvieran cerradas o no soportaría ese vacío tras su espalda.
-Sé que estás cercaaa.
Jamás había escuchado voces guturales como esas ni risas tan agudas que le enchi-naban la piel.
Sentía que su corazón le golpeaba simultáneamente el cuello, la garganta, el estómago, los brazos y las piernas, como si quisiera huir del cuerpo dándola ya como causa perdida.
-¡Al fin!- dijo el anciano que, como si llevara entre sus manos un animalillo moribundo, cuidaba una llama pálida y tímida, mucho más precaria que la anterior, pero no lo suficiente como para no dejar ver los cuerpos inmóviles de los adultos con los ojos de canicas que titilaban al compás de la vela en los pedestales de los animales di-secados que ahora ocupaban como propios; al frente, sobre la mesa de billar, estaban los animales chorreando la sangre recién ganada.
¡Diablos qué locura! ¿Sonreían? Sí, estaban sonrientes. Entonces el gato montés -¿El que ella había tocado por equivocación?- le echó una mirada triunfal a través de los ojos de José.
-Per-dis-teee.- dijeron a coro todos los animales.
-¡Te encontré!- exclamó finalmente con un sonido gutural el gato montés.
Y la luz del anciano se extinguió por completo.
salamandra1313@gmail.com
¿Dónde quedaron las risitas cuando el anciano acomedido apareció con la vela en las manos? Traía una llama endeble que amenazaba con extinguirse.
La chica pelirroja retrocedió, sintió un bulto pequeño en la espalda que se interponía entre ella y la pared y con los dedos comenzó a tocarlo, sintió un pelaje suave, unos dientes puntiagudos y algo que bien podría ser una lengua. Se volvió e instintivamente retiró la mano cuando una luz del exterior le iluminó unos ojos que ya no lucían indiferentes, sino vivarachos y pers-picaces.
-¿José?- murmuró pero nadie respondió ni hizo el intento de acercársele.
Quedaron nuevamente en tinieblas. Hubo abucheos y de golpe, el silencio. La chica continuó desplazándose hacia donde creyó estaban los demás.
¿Quién respiraba con notada desesperación, como jadeando? ¿Sobre qué estaban sus pies que resultaba demasiado resba-ladizo?
De nuevo llamó a su acompañante, pero ni siquiera ella llegó a escuchar su propia voz.
Las risas de los niños aparecieron al unísono en diversas partes de la estancia. Instintivamente volvió a pegarse a la pared esperando encontrarse con una nueva pieza de caza pues la cabaña estaba llena de ellas, pero no encontró nada.
Ahora era su propia respiración asustada la que escuchaba con claridad. Avanzó hacia su derecha, siempre buscando con la espalda la pared, tocando lo rugoso de la piedra, sus bordes, las puertas cerradas que recor-daba abiertas antes del apagón, y cada hueco que dejaron aquellos animales disecados por su ausencia.
-Faltas túúú- escuchó a las vocecitas decir coro y las risas se convirtieron en gritos jubilosos.
¿Por qué los adultos no hacían otra vez aquellas bromas estúpidas que había odiado en un principio pero que ahora estaba añorando con ahínco? ¿Por qué tampoco reaparecía el anciano con su tímida luz reveladora? ¿Por qué esta soledad persistente que al mismo tiempo se convertía en una espantosa compañía?
-Te voy a encontraaar. Cerró los ojos con fuerza ¿o los abrió? De igual forma la oscuridad era aterradora. Ahora daba gracias a Dios que las puertas estuvieran cerradas o no soportaría ese vacío tras su espalda.
-Sé que estás cercaaa.
Jamás había escuchado voces guturales como esas ni risas tan agudas que le enchi-naban la piel.
Sentía que su corazón le golpeaba simultáneamente el cuello, la garganta, el estómago, los brazos y las piernas, como si quisiera huir del cuerpo dándola ya como causa perdida.
-¡Al fin!- dijo el anciano que, como si llevara entre sus manos un animalillo moribundo, cuidaba una llama pálida y tímida, mucho más precaria que la anterior, pero no lo suficiente como para no dejar ver los cuerpos inmóviles de los adultos con los ojos de canicas que titilaban al compás de la vela en los pedestales de los animales di-secados que ahora ocupaban como propios; al frente, sobre la mesa de billar, estaban los animales chorreando la sangre recién ganada.
¡Diablos qué locura! ¿Sonreían? Sí, estaban sonrientes. Entonces el gato montés -¿El que ella había tocado por equivocación?- le echó una mirada triunfal a través de los ojos de José.
-Per-dis-teee.- dijeron a coro todos los animales.
-¡Te encontré!- exclamó finalmente con un sonido gutural el gato montés.
Y la luz del anciano se extinguió por completo.
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