Por Fernando Villa E.
En la negrura de la noche el niño temblaba de frío, era más el frío que el hambre. A pesar de sentirse bien asido le pesaban la soledad y el desamparo. Le dolían tres ausencias: las del calor, el olor y la voz de su madre. Hacía buen rato que se sentía incompleto.
También el viejo era víctima de su infortunio. El miedo y el dolor le mordían el alma. Pero no eran las sombras que le abrazaban ni la furia del oleaje las causas de su pesar.
Su brazo izquierdo sostenía con firmeza y suavidad el pequeño bulto, algo así como un nido de calandria hecho con trapos y periódicos viejos.
La orden de don Joaquín fue terminante: “Ya lo sabes, Chalo, deshazte de él. Es un fruto indeseable. Échalo al mar”.
El viejo tomó el yate de su patrón y salió de San Carlos entre el silencio de la madrugada y los helados vientos decem-brinos que implacables le azotaban el rostro. Arrullado por el motor del buque, el niño se durmió en un rincón de la cabina.
Chalo se sintió más despreciable que un gusano. Pero tenía miedo, un miedo casi cerval. Su patrón era un hombre que gozaba de respeto, de esos que llaman de sociedad; hombre con poder e influencias, capaz de destruir a cualquiera con sólo chasquear los dedos.
Se odiaba a sí mismo por lo que estaba haciendo, despreciaba a don Joaquín por la decisión criminal, aborreció la cobardía de los hombres que, como el padre del crío, prefieren despreciar su sangre antes que ofrecerle amor. Y lloró por la falta de valor de la muchacha, incapaz de enfrentar la furia paterna.
“Ay chiquito ¿Qué vamos a hacer?”, Decía en susurro volteando hacia el pequeño que entre las rendijas de los trapos divisaba al timonel perdido entre los laberintos de su conciencia y la nobleza de unos sentimientos alguna vez perdidos. Pensó entregar el niño a una hermana que vivía en Las Guásimas.
Así navegó durante hora y media. Como a las cinco de la mañana unas luces alertaron a Chalo, era un buque patrulla de la Armada que costeaba las aguas en rutina de vigilancia.
El hombre temió ser sorprendido y que lo acusaran de rapto. Enfiló hacia el Paraje Viejo. Cerca de la orilla tomó al niño y bajó del yate, el agua le llegó a la cintura.
Depositó a la criatura sobre las piedras, a unos tres metros distantes de la playa. Al regresar a la nave, le habló por radio a su compadre Simón para que diera parte a las autoridades sobre un bebé abandonado.
“Apúrate, cabrón, es un niñito y el frío está muy pinche, muy carajo”, le dijo.
El crío pasó varias horas en sole-dad.
El hambre fustigó su estómago y la brisa matinal le hacía temblar de frío. Su llanto recorrió la playa y atrajo la atención de una parvada de gaviotas que torcieron su rumbo hacia el pequeño bulto sobre los peñascos cubiertos de lama.
A pocas horas de salir el sol llegaron en tropel decenas de policías, elementos de la Cruz Roja y curiosos. Todos se maravillaron al ver las gaviotas protegiendo con sus alas al bebé, del viento, del frío, de la tristeza.
Pasado el azoro, los rescatistas le brindaron auxilios.
La noticia corrió por toda la ciudad e incluso estremeció a la comunidad sonorense: Un niño casi recién nacido abandonado a su suerte entre las piedras, cerca del mar y con un frío inclemente.
Los comentarios eran conmovedores para la criatura atendida en el Hospital General de Guaymas.
Todas las enfer-meras y médicos se esmeraron por cuidar al bebé; algunas hasta discutían para saber a quién le tocaba darle el biberón. A los pocos días el niño estaba fuerte, rozagante. Su sonrisa iluminaba el semblante de las mujeres de blanco.
Cuando el personal del DIF llegó a recogerlo al hospital, la directora tenía un hombre grabado: “Se llamará Pedro, porque renació de entre las piedras”, dijo. Y Pedro o Petra es un nombre de origen latín, cuyo significado es piedra, roca, sobre esta piedra.
El caso de Pedrito recorrió las planas de los periódicos y los programas de la radio por muchos días.
Así se enteró aquella joven mujer. Tenía pocos años de casada y muchos deseos de un hijo. Ella y su marido, joven también, había consultado varios especialistas y ya estaban resignados, la providencia les negó la posibilidad de concebir.
Cuando días después se apersonaron en el DIF, la pareja quedó prendada de aquella sonrisa.
Movieron montañas de papeles y trámites, hasta que tuvieron al bebé entre sus brazos. Nunca hubo una mamá más feliz. Pedrito encontró una madre y un padre, ellos dos un precioso milagro de la vida.
Se fueron a Querétaro. Pasaron diez años y allá surgieron las palabras y los pasos primeros; el niño aprendió colores y letras. Hasta hace dos semanas que la familia regresó a Guaymas para disfrutar la Navidad con sus parientes. Al recorrer el tramo carretero que une a este puerto con Empalme, Pedrito se asomó por la ventanilla del auto.
Sobre las piedras, cerca del agua, una veintena de gaviotas agitó la blancura de sus alas como si lo saludaran con alborozo; el arrullo de las olas le sonó musical y una extraña nostalgia le remolineó entre los recovecos del alma.
Dos arroyos de líquido cristal surcaron las mejillas del niño que sólo atinó a decirse: “Ahora sé a qué saben las lágrimas, saben a mar”. Y sonrió de nuevo, feliz del amor de sus padres, dichoso de conocer el Guaymas del que tantas cosas le habían contado.
(Nota: Parte de estos hechos son de la vida real, el resto es invención) crío
También el viejo era víctima de su infortunio. El miedo y el dolor le mordían el alma. Pero no eran las sombras que le abrazaban ni la furia del oleaje las causas de su pesar.
Su brazo izquierdo sostenía con firmeza y suavidad el pequeño bulto, algo así como un nido de calandria hecho con trapos y periódicos viejos.
La orden de don Joaquín fue terminante: “Ya lo sabes, Chalo, deshazte de él. Es un fruto indeseable. Échalo al mar”.
El viejo tomó el yate de su patrón y salió de San Carlos entre el silencio de la madrugada y los helados vientos decem-brinos que implacables le azotaban el rostro. Arrullado por el motor del buque, el niño se durmió en un rincón de la cabina.
Chalo se sintió más despreciable que un gusano. Pero tenía miedo, un miedo casi cerval. Su patrón era un hombre que gozaba de respeto, de esos que llaman de sociedad; hombre con poder e influencias, capaz de destruir a cualquiera con sólo chasquear los dedos.
Se odiaba a sí mismo por lo que estaba haciendo, despreciaba a don Joaquín por la decisión criminal, aborreció la cobardía de los hombres que, como el padre del crío, prefieren despreciar su sangre antes que ofrecerle amor. Y lloró por la falta de valor de la muchacha, incapaz de enfrentar la furia paterna.
“Ay chiquito ¿Qué vamos a hacer?”, Decía en susurro volteando hacia el pequeño que entre las rendijas de los trapos divisaba al timonel perdido entre los laberintos de su conciencia y la nobleza de unos sentimientos alguna vez perdidos. Pensó entregar el niño a una hermana que vivía en Las Guásimas.
Así navegó durante hora y media. Como a las cinco de la mañana unas luces alertaron a Chalo, era un buque patrulla de la Armada que costeaba las aguas en rutina de vigilancia.
El hombre temió ser sorprendido y que lo acusaran de rapto. Enfiló hacia el Paraje Viejo. Cerca de la orilla tomó al niño y bajó del yate, el agua le llegó a la cintura.
Depositó a la criatura sobre las piedras, a unos tres metros distantes de la playa. Al regresar a la nave, le habló por radio a su compadre Simón para que diera parte a las autoridades sobre un bebé abandonado.
“Apúrate, cabrón, es un niñito y el frío está muy pinche, muy carajo”, le dijo.
El crío pasó varias horas en sole-dad.
El hambre fustigó su estómago y la brisa matinal le hacía temblar de frío. Su llanto recorrió la playa y atrajo la atención de una parvada de gaviotas que torcieron su rumbo hacia el pequeño bulto sobre los peñascos cubiertos de lama.
A pocas horas de salir el sol llegaron en tropel decenas de policías, elementos de la Cruz Roja y curiosos. Todos se maravillaron al ver las gaviotas protegiendo con sus alas al bebé, del viento, del frío, de la tristeza.
Pasado el azoro, los rescatistas le brindaron auxilios.
La noticia corrió por toda la ciudad e incluso estremeció a la comunidad sonorense: Un niño casi recién nacido abandonado a su suerte entre las piedras, cerca del mar y con un frío inclemente.
Los comentarios eran conmovedores para la criatura atendida en el Hospital General de Guaymas.
Todas las enfer-meras y médicos se esmeraron por cuidar al bebé; algunas hasta discutían para saber a quién le tocaba darle el biberón. A los pocos días el niño estaba fuerte, rozagante. Su sonrisa iluminaba el semblante de las mujeres de blanco.
Cuando el personal del DIF llegó a recogerlo al hospital, la directora tenía un hombre grabado: “Se llamará Pedro, porque renació de entre las piedras”, dijo. Y Pedro o Petra es un nombre de origen latín, cuyo significado es piedra, roca, sobre esta piedra.
El caso de Pedrito recorrió las planas de los periódicos y los programas de la radio por muchos días.
Así se enteró aquella joven mujer. Tenía pocos años de casada y muchos deseos de un hijo. Ella y su marido, joven también, había consultado varios especialistas y ya estaban resignados, la providencia les negó la posibilidad de concebir.
Cuando días después se apersonaron en el DIF, la pareja quedó prendada de aquella sonrisa.
Movieron montañas de papeles y trámites, hasta que tuvieron al bebé entre sus brazos. Nunca hubo una mamá más feliz. Pedrito encontró una madre y un padre, ellos dos un precioso milagro de la vida.
Se fueron a Querétaro. Pasaron diez años y allá surgieron las palabras y los pasos primeros; el niño aprendió colores y letras. Hasta hace dos semanas que la familia regresó a Guaymas para disfrutar la Navidad con sus parientes. Al recorrer el tramo carretero que une a este puerto con Empalme, Pedrito se asomó por la ventanilla del auto.
Sobre las piedras, cerca del agua, una veintena de gaviotas agitó la blancura de sus alas como si lo saludaran con alborozo; el arrullo de las olas le sonó musical y una extraña nostalgia le remolineó entre los recovecos del alma.
Dos arroyos de líquido cristal surcaron las mejillas del niño que sólo atinó a decirse: “Ahora sé a qué saben las lágrimas, saben a mar”. Y sonrió de nuevo, feliz del amor de sus padres, dichoso de conocer el Guaymas del que tantas cosas le habían contado.
(Nota: Parte de estos hechos son de la vida real, el resto es invención) crío