Por Alex Ramírez -Arballo **
La comida lenta
Vivimos en una sociedad, así lo parece, dirigida por dos premisas incuestionables: la velocidad y el consumo. Así es, querido lector, el mundo en el que a usted y a mí nos ha tocado vivir se moviliza con absoluta rapidez, y en él no existe consigna más apremiante que la de abrir el gran hocico del deseo y retacarlo con la basura que puebla las infinitas estanterías virtuales. Tal fue la consigna del fin de siglo, la de apurar la marcha para no perder el vertiginoso pulso de los tiempos, y todos la creímos.
La comida lenta
Vivimos en una sociedad, así lo parece, dirigida por dos premisas incuestionables: la velocidad y el consumo. Así es, querido lector, el mundo en el que a usted y a mí nos ha tocado vivir se moviliza con absoluta rapidez, y en él no existe consigna más apremiante que la de abrir el gran hocico del deseo y retacarlo con la basura que puebla las infinitas estanterías virtuales. Tal fue la consigna del fin de siglo, la de apurar la marcha para no perder el vertiginoso pulso de los tiempos, y todos la creímos.
En 1986, Carlo Petrini funda como reacción a todo esto el movimiento de la Slow Food o comida lenta. Se trata de una resistencia ética a las imposiciones del mercado, quien, como bien sabemos, se rige por los designios incontrovertibles del prestigio y la moda; pero les decía, el señor Petrini y otras personas más se declaran en contra de dichas imposiciones de nuestra época y nos revelan lo obvio: el ser humano no es una máquina, y la parsimonia curiosa con que se interesa por el mundo que lo rodea no es un vicio sino todo lo contrario, es una virtud propia de su condición de vagabundo en la tierra. El movimiento de la “comida lenta” no sólo atañe a la alimentación, sino que trata, sobre todo, de entender la realidad de la persona en un contexto envolvente con el que además interactúa; en cierto sentido se trata de combatir la alienación en la que el sistema nos mantiene. Somos los engranajes de una maquinara demoníaca, diría un grande, el escritor argentino Ernesto Sábato.
Por mi parte, entre más años acumulo más me convenzo de la maravilla que es moverse a ritmo de caracol, sin buscar nada, sin pretender nada más que el cumplimiento de nuestras tareas cotidianas. Aún más, es en la lentitud que tenemos la oportunidad de aproximarnos a los demás, escucharlos, conocerlos y hacerlos hermanos verdaderos; visto así, la calma es en nuestro tiempo la cura de esta ya muy extendida epidemia de angustia, que amenaza con robarnos lo poco de alegría que nos haya dejado el vendaval del siglo XX.
P.S. No es exagerado hablar de la angustia como un epidemia. En los Estados Unidos se consumen antidepresivos como si se trataran de pastillas de menta, y estoy convencido que no ha de ser muy diferente en otras partes del mundo, incluyendo nuestra Latinoamérica. Esto es algo que nunca voy a entender: cómo es que teniendo la vida resuelta, la vida, quiero decir, las necesidad materiales, se depriman en masa. Esto me hace recordar el recadito lírico que les mandó el inmortal Rubén Darío: Y, pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!
El trabajo y la alegría
Me perdonará, amigo lector, el optimismo; pero cuando estas cosas pasan, cuando bajamos de la noche al mundo por el lado correcto de la cama, no hay insidia ni mala leche que consiga apagar las llamas del optimismo. Por ello solicito el perdón, porque en nuestro país se precisa de una necesaria dosis de pesimismo para ser considerado un mexicano con todas las de la ley.
Pero decía, la alegría es necesaria -lo creo- porque la lejanía de la patria y la rutina laboral me aplastan, y ante ello no hay más remedio que resistir con fuertes dosis de voluntad y entusiasmo. Nada mejor contra las palpitaciones y angustias que nuestra época nos provoca que dosis precisas y controladas de esperanza crítica. Todas estas cosas que digo, todas estas estrategias que propongo, no fueran posibles sin la existencia del trabajo: actividad que nos dignifica y engrandece siempre.
Quien trabaja le propone a la vida, apuesta, transforma y edifica. El trabajador tiene como materia prima sus propios sueños, sus anhelos y más caros deseos. La búsqueda, el esfuerzo y la dedicación son acicates, voces que nos animan día a día a abandonar la cama y poner pie en tierra firme; no comprendo, de veras, cómo puede haber tantas personas que no encuentran mayor placer que el de un descanso sin fin; aquí conviene recordar a Bernard Shaw, quien aseguraba que las vacaciones perpe-tuas son la mejor definición del infierno.
En épocas de crisis moral y económica, como la nuestra, se vuelve aún más imperativo asir con vigor el timón de nuestro arado. Debemos recordar que de nuestras faenas se deriva un beneficio que toca a muchas personas, aunque no lo parezca; mal haríamos en creer que al abandonar nuestras obligaciones y deberes no hacemos mal a nadie. Finalmente, como dijo San Pablo: “El que no trabaje, que no coma”. Más claro no se puede.
P.S. El optimismo, si no es crítico, se convierte en un gesto ramplón. Cuántas veces vemos por aquí o por allá, en la televisión o en las librerías, voces que se autonombran los porristas oficiales del género humano. Los llamados libros de superación (creo yo que en su infinita ma-yoría) son un placebo que la angustia de muchos produce, la desazón de una generación entera que no encuentra más trascendencia que la del placer y los goces más absurdos. Trabajar, y trabajar por alguien, será siempre, contrario a lo que dicen muchos, una alegría insustituible.
* Álex Ramírez-Arballo es doctor en li-teraturas hispánicas por la University of Arizona y actualmente trabaja como profesor en el departamento de Español, Italiano y Portugués de la Pennsylvania State University. Su correo electrónico es:
alexrama@orbired.com y su página web www.orbired.com
P.S. El optimismo, si no es crítico, se convierte en un gesto ramplón. Cuántas veces vemos por aquí o por allá, en la televisión o en las librerías, voces que se autonombran los porristas oficiales del género humano. Los llamados libros de superación (creo yo que en su infinita ma-yoría) son un placebo que la angustia de muchos produce, la desazón de una generación entera que no encuentra más trascendencia que la del placer y los goces más absurdos. Trabajar, y trabajar por alguien, será siempre, contrario a lo que dicen muchos, una alegría insustituible.
* Álex Ramírez-Arballo es doctor en li-teraturas hispánicas por la University of Arizona y actualmente trabaja como profesor en el departamento de Español, Italiano y Portugués de la Pennsylvania State University. Su correo electrónico es:
alexrama@orbired.com y su página web www.orbired.com