sábado, 30 de enero de 2010

La casa de las Salamandras (Edición No. 185, Cuento Corto)

Por Blanca Toledo Minutti
La casa era habitada por una ancianita mal humorada que arrastraba los pies al ca-minar. Se le veía todos los días tomando el sol de la tarde tumbada sobre una silla plegable cuyas costuras se habían venido venciendo al paso implacable de los años, como esa mujer, que parecía enemiga de cualquiera que se atreviera a detenerse frente al pórtico para disfrutar de la hermosa vista que constituían todas aquellas salamandras de cerámica que colgaban armoniosamente tapizando la fachada de la casa.
Entonces ella se levantaba con dificultad de su asiento azu-zando con sus movimientos a todos los espectadores que sin distinciones consideraba intrusos.
Con el tiempo un grupo de niños osados se dio a la tarea de visitar la casa por las noches haciendo pagar los malos modos de la anciana, arrojando sobre las figuras bolitas de papel previamente humedecidas con saliva sin que nadie pudiera evitarlo, incluso la misma mujer, que jamás encendía las luces ni se asomaba por las noches.
El haber atacado las piezas un par de veces debió ser suficiente para aplacar su coraje sin embargo los niños continuaron con esa práctica cual si se tratase de un deporte. La anciana pasaba largas horas del día arrancando los papeles adheridos a las figuras que invariablemente se desprendían con partes de pintura.
Una noche, la última en que el grupo de niños que ahora se habían reducido a tres se plantaron frente al portón y comenzaron a arrojar las bolitas que habían pre-parado con antelación dentro de un bote metálico.Entretenidos estaban en su objetivo de dar en el blanco la mayor cantidad de veces que no se percataron de la aparición sorpresiva de la anciana, armada a su vez de pequeñas piedras de río que les lanzó con escasa destreza.
Los niños soltaron el bote y se retiraron un poco, luego uno de ellos, mofándose de que esa anciana sola no podía amedrentarlo con unas piedritas, le lanzó de regreso una de esas mismas piedras con tan certera puntería que le dio en un costado haciéndola encorvarse y huir.
Como un acuerdo sin palabras se ocultó lo acontecido y al poco se olvidaron del incidente hasta que el resto del grupo escucharon el rumor de aquella rareza que todo el pueblo comentaba: ya no se le veía a la anciana tomar el sol.
No fue el remordimiento lo que hizo volver a los niños por la noche, ni traspasar la pequeña reja donde por su complexión podían atravesar sin dificultad los barrotes, fue la curiosidad de saber la verdadera magnitud de aquel tiro certero lo que los hizo seguir avanzando hasta invadir la propiedad.
Ayudados por la precaria luz que se colaba por la ventana y guiados por el sonido de aquella respiración que se dificultaba con cada bocanada, se acercaron a lo que parecía el cuerpo escamoso de un ser herido que yacía en el piso agonizando.
No se movió, no podía, sus dedos retorcidos resbalaban en la loza y un charco pegajoso teñía de marrón su vientre tornasol.
En sus ojos reconocieron la mirada de la anciana pidiendo clemencia ante la inevitable estocada final y reponiéndose del susto volvieron más tarde para curarla. La untaron de merthiolate y la envolvieron con vendajes.
Luego acordaron llevarla a rastras al río que estaba a espaldas de la casa.La enorme salamandra se puso impaciente a cada paso que la acercaba al agua y prácticamente saltó de sus manos al llegar a la orilla. Con movimientos ondulantes su cuerpo se sumergió pesadamente como un bloque de hierro, salió un par de veces a la superficie abriendo las fauces y luego desapareció finalmente en el fondo.
La casa está deshabitada desde entonces.
Es paso obligado para los visitantes y curiosos que admiran las piezas incluyendo la nueva, un poco más grande, oscura y reluciente que las demás.
Poco a poco los niños piensan que todo aquello ha sido producto de su imaginación y se alejan, todos menos Pedro que no puede entender su certera puntería y comenzó con vigilar de lejos las delicadas piezas hasta terminar por apostarse de lleno en el pórtico.
Ahora se le ve todos los días tomando el sol de la tarde tumbado sobre una vieja silla plegable cuyas costuras se han venido venciendo al paso implacable de los años … como él.