Fernando Camacho Servín/Periódico La Jornada
La pregunta me dejó mudo. Sobre todo porque es evidente
que lo único que estaba haciendo ahí –en la banca de un camellón– era estar
sentado, sin mover un solo músculo. Si no tuviera puesto un traje huichol, no
sé si alguien me habría cuestionado de esa forma.
De pie frente a mí, el agente de policía F. Zúñiga –así
dice su placa, aunque la traiga al revés– no me quita la vista de encima en
espera de mi respuesta. No sé si es porque mi disfraz no lo convence o
porque mi apariencia no encuadra en el paisaje dominical de la colonia Polanco.
Si hubiera hecho una encuesta sobre el tema para escribir
un reportaje sobre el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación
Racial –que se conmemora cada 21 de marzo–, algo me dice que todos habrían
contestado con un rotundo no.
Por eso, la mejor idea que se le ocurrió a este reportero
fue conseguir un traje indígena –amablemente rentado por el artesano wixárika
Jesús Carrillo– y caminar por las calles de una de las zonas más ricas y
exclusivas del Distrito Federal.
Luego de un viaje en Metro, donde paso casi totalmente
desapercibido, llego a la avenida Homero a esperar al fotógrafo que me acompaña
en este experimento. Antes de 15 minutos, F. Zúñiga se me acerca para
preguntarme de dónde es mi traje, y cuando le contesto huichol, hace un
gesto de admiración enfatizado con el pulgar arriba.
Pero la simpatía acaba en un segundo porque de inmediato
me suelta a bocajarro: ¿Y tú de qué la giras? Me llama la atención
que me tutée casi con altanería, como si me conociera.
Se me ocurre decirle que soy artesano, pensando que su
curiosidad va a terminar ahí, pero en vez de eso se suelta con un
interrogatorio en toda regla:¿De qué trabajas?, ¿en dónde vives?, ¿de qué
estado eres?, ¿hasta qué año estudiaste?
Mientras atiende mis respuestas inventadas, el policía
escucha en su radio la advertencia de un compañero de que en los alrededores
hay un sujeto del sexo masculino con un tatuaje. Parece que ya somos dos
sospechosos en la misma cuadra.
Cuando llega la pregunta de ¿y tú qué estás haciendo
aquí? y finalmente contesto esperando a un amigo, aparece el
fotógrafo y nos esfumamos.
La siguiente parada es en Plaza Antara. Al caminar por
ahí, viendo los escaparates, siento las primeras miradas de curiosidad –algunas
discretas y otras descaradas–, pero también de desprecio y de burla.
No escucho un solo insulto, pero percibo la incomodidad
de muchos. Dos edecanes de una tienda de ropa, que le ofrecen, con una sonrisa
de oreja a oreja, bolsas con un obsequio a todos los que pasan, a mí me brincan olímpicamente.
Seamos justos: no en todos lados la reacción fue mala.
Los meseros de los restaurantes de Mazaryk me ofrecen la carta, me dicen buenas
tardes; los gerentes de un casino me invitan a pasar; los dependientes de una
heladería me sirven de inmediato.
Es la gente común la que reacciona con más
racismo. Entro a una tienda de ropa deportiva y me pongo a mirar playeras y
pants. Cuando me nota, inmediatamente una mujer le ordena a su hijo: hazte
para acá, pero como el niño sigue jugando de panza en el suelo, le repite la
orden con una voz en la que ya se adivina la alarma, mientras me mira de reojo.
Decido terminar de arruinarle el fin de semana al
acercarme. En ese momento prefiere salirse del lugar con paso rápido,
ordenándole a su esposo y a sus hijos:¡vámonos, vámonos!. Me sorprende entonces
descubrir que el sentimiento que vi en sus ojos no era asco, molestia o
fastidio. Era, simple y sencillamente, miedo.