También escritora, como sus padres Octavio Paz y Elena
Garro, Helena Paz vivía desde hace cinco años en la casa de retiro Villa
Laurel, en Cuernavaca, donde falleció repentinamente a los 72 años el 30 de
marzo, víspera del centenario del nacimiento de su padre. En octubre de 1991,
recién aparecido en Madrid su primer libro de poemas, y a punto de regresar con
su madre a México tras un “exilio” de más de 20 años, narró a Proceso su
relación con ambos y su desencuentro con Paz, así como su “milagrosa” reconciliación
Armando Ponce
/PARÍS (Proceso).- Con un primer libro de poemas
recientemente publicado en España, Helena Paz Garro, hija única de dos de los
más destacados escritores mexicanos, alberga grandes expectativas de volver a
México con su madre, a quien se le prepara un homenaje a principios de
noviembre, casi 20 años después de su autoexilio.
Alta y delgada, de largo cuello y frente curva como Elena
Garro, y como ella blanca y rubia, y a decir suyo impulsiva a la manera de su
padre, Octavio Paz, Laura Helena es una mujer de palabra fácil y buen humor,
candorosa y, semejante a sus propios poemas, arrancada de los cuentos de hadas.
Nacida en México, pasó su infancia en París, donde cursó
estudios de bachillerato, y de 1963 a 1972 estudió en México Antropología y
Filosofía y Letras. Publicó en El Rehilete su poema “Mandala”, y en otras
revistas, y hasta ahora en realidad sólo ha escrito para sí misma. Sabía que
alguna vez llegaría el momento de publicar un libro, pero no se preocupaba. En
la sala de su apartamento, mientras Elena Garro reposa en sus habitaciones,
dice el porqué:
“Conocí de niña en la casa a muchos escritores vanidosos,
que llegaban con sus poemas a leer y a hablar de sus libros toda la noche.”
En ese amplio departamento de París donde lo que más
recuerda es cómo se hablaba siempre de literatura. En ese departamento de París
donde hablaba mal el español y su padre, diplomático, rehusaba que la familia
fuera a España porque Francisco Franco estaba en el poder.
“Así que cuando llegué a México fue un choque –cuenta–.
No imaginaba que hubiera un país donde se hablara español en la calle. Me
fascinaba. Para mí el español era la lengua de la casa, donde lo hablaba con
mis padres y con las chicas del aseo, que eran españolas.”
Niña soñadora y libre, educada en un colegio prestigiado
de la alta sociedad a la que iban hijas de nobles y millonarios –con quienes no
compartía, por mandato paterno, las sesiones del catecismo– y enamorada de la
Bretaña donde pasó algunas vacaciones en casa de una amiga suya, Helena
encontró en los viejos libros de ilustraciones desplegables que sus
condiscípulos heredaban de sus padres y ellos de los suyos las historias de ese
lugar mágico de donde vienen todas las leyendas del rey Arturo, el encantador
Merlín y la bella Melusina que acabarían siendo definitivas en su poesía. Leyó
a los clásicos franceses, a Racine, a Moliére, devoró los cuentos de Andersen,
de los hermanos Grimm, de Perrault.
Su madre le recomendó las historias de Homero, “las del
astuto Ulises y Afrodita, su diosa preferida”, pero ella se quedó con los
cuentos de hadas que vienen del país bretón, y con la diosa Atenea y su
inseparable búho, “que es un animal al que nadie quiere y tiene mala fama, pero
yo soy noctámbula”.
Orgullosa ahora que ve su sobria plaquette de 200
ejemplares editada en Papeles de Invierno de Madrid, Helena Paz define sus
poemas como baladas de la Edad Media, que gustaron a su padre, y que su madre,
más intelectual que ella, no siempre entiende. O dice muy espontánea sin
susceptibilidad:
“Y es que yo quiero hacer una poesía para el pueblo, como
los poetas que recitaban las baladas a la gente junto a la chimenea. Es mi
ideal. A mí no me interesa la poesía abstracta.”
Editorial Devenir, de España, le pidió 40 poemas para
publicar 3 mil ejemplares, y tiene también un ofrecimiento de una casa
francesa. Cariñosa siempre al referirse a sus padres, Helena los admira también
como escritores: a Elena Garro por sus cuentos “La dama y la turquesa” (de
Andamos huyendo Lola) y “Qué hora es”, publicado en La semana de colores, así
como la obra de teatro “muy mexicana” Un hogar sólido; a Octavio Paz más por
sus poemas que por sus ensayos. De una y otro ha escrito mucho en su diario, y
cuenta que hay quien le ha reprochado que cómo se atreve a escribir teniendo
esos padres. Ella se asombra, y replica con desconcertante naturalidad:
“Si Shakespeare es mejor poeta que mi papá y Balzac mejor
narrador que mi mamá, ¿entonces, yo ya no puedo escribir? Uno escribe porque le
gusta.”
Quizá como en ningún otro, Helena Paz se expresa a sí
misma en este poema, “Retoño”, de 1981:
Nadaba en la savia de un retoño
Estiraba los brazos en ese acuario verde
Tocaba el borde cristalino
del cubo de perfumes agrestes
más verde que la profundidad del cielo.
Ella flotaba
En esa agua ligera como espuma
llevada por las olas de sueños minerales.
Una vida que palpita
Ernst Jünger le escribió en el prólogo a Criaturas de la
noche:
“La ligereza con que caen las hojas induce a creer en una
vida que palpita con más fuerza en la raíz que en las ramas y cuya patria es el
sueño y no el mundo cotidiano. Hasta qué punto se aleja usted de este mundo
cotidiano nos lo manifiestan sus imágenes. Usted se siente dentro de unos
fuegos artificiales cual zafiro en el que se cumple el destino de
Constantinopla.”
Lectora de Jünger desde muy joven, su admiradora, a los
16 años cayó en una fuerte depresión y decidió escribirle una carta, a pesar de
que sabía que el filósofo no acostumbraba responder. Helena le escribió 30
páginas, y Jünger le respondió, enviándole además una foto suya de su época de
luchador contra Hitler. Jünger, dice ella, le dio una razón para vivir. Y
sintetiza una idea central del filósofo: ya no estamos en la época histórica,
que empezó con Hesíodo, donde se derrotó a los titanes y a los dioses. El
héroe, por tanto, ha desaparecido (de ahí que Alemania y Japón hayan sido
derrotados en la guerra). La Edad de Oro, la de Sigfrido, cuando la miel caía
de los árboles, se evoca ahora, de ahí el predominio de lo social. Por encima
de las ideas heroicas están las ideas igualitarias. Y en este mundo del
trabajador los conservadores no tienen (ni Jünger, ni Helena) cabida, como no
lo tienen los héroes (como Yukio Mishima).
En la sala del apartamento de Elena Garro y Helena Paz
–como si la entrevista se desarrollara en una casona de la colonia Roma del
Distrito Federal– el mobiliario es escaso, y sólo la televisión último modelo y
la videocasetera dan la sensación de actualidad. La voz de Helena expone ahí
los contornos de su filosofía desde los días de su juventud:
“Yo estaba en contra del totalitarismo. Para mí el
marxismo lo era, y también el nazismo. Pero se confunde el ser conservador con
el ser nazi. Ser conservador es creer en el caballero del honor.”
En eso ella se identifica más con su madre que con su
padre, aunque aquélla “ya no es optimista, mientras que yo creo que de alguna
manera hay salvación”; y éste, aunque combatió las expresiones totalitarias del
marxismo (de hecho piensa que en la misma esencia del marxismo está instalado
el totalitarismo), “es más demócrata que yo, está más por el sistema de la
igualdad americana”.
¿Cuál es la crítica de Helena Paz a esta democracia?
Una muy simple: “Es una democracia falsa, no hay libertad
de expresión”. Como si se justificara, remata:
“Es que como estoy tan decepcionada de la política…”
Una pasión distinta
Siempre cariñosa al referirse a sus padres, Helena
recuerda con palabras gratas sus “abracadabrantes historias de ir de un lugar a
otro”, y hacia 1963 se instalan en México. Un año más tarde se casará con un
alemán que quería llevarla a vivir a su país. Pero en ese momento Helena tenía
una pasión distinta a la literatura: precisamente la de la política.
“Me divorcié por taruga, por andar en lo del 68”, dice, y
recuerda esos años mexicanos, hasta el 72, como una experiencia “bonita, pero
triste”, cuando tras el movimiento estudiantil se cernió sobre ella y su madre
un “muro de silencio”. A Elena Garro la acusaron de estar en el movimiento,
ella lo negó y quedó mal con el gobierno y con la izquierda. Helena escribió
una carta a su padre, que fue publicada por la prensa, tratando de aclarar la
situación, pero eso la distanció de él.
“La pasamos mal –recuerda–, pero eso siempre es un
arriesgue si te metes a una lucha política. Yo era conservadora y expresé mis
ideales, que siguen siéndolo, pero metí la pata con la carta. Por mi pasión
política, ataqué a gente como Luis Villoro, a quien vagamente conocía. Luego
estuvo de embajador de México en la UNESCO aquí, y se portó muy bien conmigo.
Me perdonó.”
Insoportable la vida en México, Helena y su madre
partieron a Estados Unidos y sufrieron una gran decepción:
“Creyendo que era una democracia, nos negaron el asilo
político. Pedirlo fue un error. Esperaron a que se vencieran nuestros
pasaportes. Al fin nos dieron la salida y nos fuimos a España porque el papá de
mi mamá era español.”
Al reflexionar hoy sobre esos días, al advertir la
posibilidad cercana de regresar a México, Helena Paz dice: “Yo fui una niña muy
consentida. Tenía todo, fiestas, vestidos, era hija de embajador. Pero no me
daba cuenta de que era privilegiada. Ahora soy otra. Siento mucha emoción de
regresar. Valió la pena lo que hicieron mis padres. Lo que yo he hecho con
buena intención, aunque me equivoqué. La derrota me enseñó a ser más buena,
menos arbitraria, más generosa, más tolerante.”
Milagro en París
Hasta 1981 estuvieron en España. Primero en
Madrid, luego en Ávila, porque era más barato. Se sabe que madre e hija
sufrieron penurias, y ahora Helena lo recuerda, aunque su padre les enviaba 400
dólares mensuales; pero también aprecia haber vivido el fin del franquismo y el
principio de la democracia como un fenómeno muy interesante. Su madre le decía:
“Ya no quiero tener experiencias”. Y con los ocho mil dólares que ganó en
Grijalbo con Testimonios sobre Mariana, decidieron regresar a Francia. También
en España Elena Garro escribió Andamos huyendo Lola, donde “vaticinó” lo que su
hija llama “el milagro de la rue du Bac”.
Porque con la llegada a París, cuenta Helena, volvió el
hambre. Habían encontrado un pequeño estudio. Eran vísperas de año nuevo. La
situación estaba fatal. Entonces Helena, que se volvió católica en México,
decidió ir a la iglesia situada en la calle de Bac –donde se apareció la virgen
en 1830–, “porque pensé que iba a suceder algo maravilloso”.
Edgar Lizt, hijo del poeta Germán Lizt Azurbide, que era
ateo, y un amigo suyo uruguayo –ambos también vivían con dificultad en París–
se burlaron de Helena, pero ella fue a rezar, y luego le habló a la narradora
Vilma Fuentes pidiéndole el teléfono de Octavio Paz.
“No nos hablábamos desde hace años. Y contestó
Marie-José, muy amable, y me pasó a mi papá. Y ese fue el milagro. Mi papá,
llorando, me perdonó. Y me consiguió el trabajo en el consulado de México. Para
mí era muy importante porque me pesaba haberme peleado con él.”
Fue un “reencuentro de personajes”, dice con alegría
parafraseando el título de la novela policiaca que su madre escribió en España.
Y narra el vaticinio:
“Mi mamá escribió un cuento en Andamos huyendo Lola donde
anunció el milagro. Teníamos una virgencita de plástico en España que se
ilumina al ponerle en el contacto de la luz y que nos regaló una amiga, Isabel,
que para mí va a ser una santa. Y en el cuento, mi mamá habla de esa virgencita
y escribió: ‘El milagro va a venir de la rue du Bac’.”
México, dos paíse
Desde entonces hasta hoy, Helena trabaja en la embajada
de México en París. Y fue justo ahora, “cuando me iba bien”, que se desplomó.
“De repente, hice crac. Como que todo se había acumulado,
incluyendo el cansancio físico, y como la naturaleza es sabia y busca el
equilibrio, ahora cuando me iba muy bien me entró una depresión terrible. Ya ni
siquiera leía. Estaba muy deprimida y un día salí en bata al hall del edificio
pidiendo auxilio. Mi doctor, que vive arriba, me recomendó que entrara a un
sanatorio. Yo no sentía miedo, pero mi mamá sí. Decía que me iban a dar baños
de agua helada y electroshocks. Pero el doctor la calmó. Y me pasé dos meses en
el hospital psiquiátrico, muy hermoso por cierto, con jardines. Te dan masajes,
terapias. Me dijeron que debía tener un egoísmo sensato, que debía pensar más
en mí, no preocuparme tanto por los demás, porque antes me culpabilizaba mucho,
pensando siempre si algo le pasaba a mi mamá, por ejemplo. Me dijeron: olvídese
de todo. Me impusieron un régimen alimenticio, ahora me despierto temprano,
llevo otro ritmo. Aprendí a hacer esmaltes. Pero espero no volver, ¿eh?
Convaleciente, risueña, cuenta sus historias del Hospital
del castillo de Garches, en las afueras de París, donde los psiquiatras tratan
con deprimidos, alcohólicos y drogadictos, pero donde hay también un pabellón
especial, “ese sí ya para locos”. La mayoría de ellos, dice con dolor, menores
de 30 años. La fue a visitar su madre, la llamó su padre.
“La depresión era tan fuerte que veía a un hombre guapo y
me enamoraba, y eso es un mal síntoma, imagínate”, confiesa, y se prepara para
regresar en un par de días a la embajada. El embajador Manuel Tello, a quien
considera una persona excepcional, le dio permiso para ausentarse estos dos
meses. Eso ella lo agradece en el alma, porque no siempre se le ha tratado así:
«No es cosa de decir nombres, pero alguna vez me dijeron
que como el empleo me lo había conseguido mi papá, pues que me fuera a mi casa
de aviadora, que para qué tenía que ir a la embajada.”
–¿Qué idea tiene del México al que volverá con su madre
dos décadas después?
–Pienso que México son dos países muy diferentes. El de
la gente que tiene el dinero, el poder político e intelectual, gente atea, muy
moderna, muy demócrata; y el pueblo, que son los indios, seres míticos,
religiosos, con un sentimiento heroico de la vida. Son el campesinado. La clase
media está dentro de los primeros. Pero mi sentimiento se identifica más
con el pueblo que con los otros.
–¿Y volverá a México si su madre se decide?
–Ella dice que se equivocó en todo, que está loca, y yo
soy optimista, le digo siempre que hay que arriesgar. Yo siempre tuve el
sentido del riesgo, de jugarme el todo por el todo. Eso sale en mi horóscopo,
una tendencia a saltarme por encima de las leyes. Nací un 12 de diciembre.
Pienso que al fin todo va a salir bien. Fue una gran ventaja tener los padres
que tengo, aunque no hay padres sin defecto. Gracias a ellos aprendí varios
idiomas. Son gentes fabulosas. Yo sí soy optimista, como Sancho Panza al final.
Y evoca con alegría:
“Mi papá decía que mi mamá era don Quijote y yo Sancho
Panza.”