El País online

Desde tan elevado lugar de la curia, no en vano es donde
se emiten los certificados de santidad, el cardenal Saraiva Martins dirigió en
mayo de 2005 los primeros pasos de la beatificación exprés de Karol Wojtyla,
fallecido solo un mes antes, después de 27 años de papado, de los que más de
dos –exactamente 822 días— se los pasó visitando 129 países. Tras una larga
enfermedad retransmitida en directo, el papa polaco murió el 2 de abril de
2005, y de sus funerales —aquel sencillo ataúd para un pontífice bajo cuya
sonrisa supo ocultarse todo el poder y la corrupción del Vaticano— se recuerda
sobre todo un clamor en forma de frase repetida: “¡Santo súbito!”. Un grito que
fue capaz de conmover a su sucesor, el hasta entonces cardenal alemán Joseph
Ratzinger, quien nada más vestirse de blanco como Benedicto XVI ordenó a
Saraiva Martins que pusiera en marcha el mecanismo para elevar a Juan Pablo II
a los altares. Lo que se concretará en la ceremonia del próximo domingo, en la
que también será canonizado Juan XXIII.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, siéntese, siéntese…
Los cardenales son los príncipes de la Iglesia y, aun
después de la llegada de Jorge Mario Bergoglio y sus zapatos negros de suela
gastada, muchos de ellos siguen viviendo en consonancia. El apartamento de José
Saraiva Martins (Gagos do Jarmelo, 1932) está justo en la esquina de la plaza de
San Pedro, el conserje de la finca viste con el uniforme del Vaticano, sobre el
dintel figura su escudo y su leyenda —Veritas in Charitate— y, nada más llamar
a un gran timbre dorado, abre la puerta una de las monjas portuguesas que lo
atienden. El cardenal Saraiva Martins responde a las preguntas con simpatía y a
veces subraya las frases con una sonrisa socarrona que parece decir: si yo le
contara… Sobre la mesa hay una carpeta de plástico con las tapas negras que
solo abrirá al final de la conversación.
—Los procesos de beatificación y canonización suelen ser
mucho más largos. ¿Por qué ha sido tan rápido en el caso de Juan Pablo II?
—Las reglas dicen que no se puede comenzar el proceso
hasta cinco años después de la muerte. Pero en esta ocasión ha sido tan breve
porque, el 3 de mayo de 2005 [justo un mes después del fallecimiento de Karol
Wojtyla], Benedicto XVI dispensó de la necesidad de esperar. Y el 9 de mayo, el
prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, que era yo, firmó un
decreto pidiendo comenzar rápidamente el proceso. Todo fue muy veloz.
—Según las reglas de la Santa
Sede, se necesita un milagro para la beatificación y otro para la canonización,
teniendo en cuenta que este segundo milagro debe suceder después de la
beatificación. Entonces, ¿por qué el papa Francisco ha decidido hacer santo
también a Juan XXIII, al que no se le reconoce el segundo milagro?
—Verá. En primer lugar, el Papa tiene la potestad de
dispensar la existencia de un milagro. Y esto es así porque entre los milagros
y la santidad no hay un vínculo intrínseco, digamos metafísico. Se puede ser
santo, haber vivido la fe de forma heroica, y no haber hecho ningún milagro.
—Entonces, ¿por qué lo exigen?
—Porque es una especie de sello que Dios pone para
confirmarnos que esa persona es santa. Por ejemplo, si usted pide algo por
intercepción del padre Pío y Dios hace el milagro, ya sabemos que entre Dios y
el padre Pío hay una comunión. Si falta ese sello, la carta, o sea, la
santidad, sigue existiendo, pero es más difícil que llegue a su destino…
La fábrica de santos tiene un solo patrón, el Papa. Solo
él tiene el poder de decidir quién finalmente merece ser elevado a los altares.
Una potestad que sirve además para dibujar el modelo de Iglesia que cada
pontífice desea. Un ejemplo muy claro es la decisión de Francisco de impulsar
el proceso de beatificación del arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero,
asesinado en 1980 mientras oficiaba misa. Su causa fue frenada durante años por
la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Santa Inquisición, a la
que hasta anteayer no gustaba especialmente —o sea, nada— “la opción
preferencial por los pobres” de monseñor Romero y todavía menos sus críticas
—las mismas que le costaron la muerte— al Ejército salvadoreño.
No deja de ser curioso que quienes durante años más
batallaron contra la Teología de la Liberación fueran precisamente el cardenal
Joseph Ratzinger como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y
el papa Juan Pablo II. El propio Ratzinger se lo acaba de contar al periodista
polaco Wlodzimierz Redzioch, quien ha publicado un libro —Accanto a Giovanni
Paolo II (Junto a Juan Pablo II)— en el que amigos y colaboradores de
Karol Wojtyla cuentan sus virtudes. “El primer gran desafío que afrontamos
juntos”, recuerda el papa emérito, “fue la Teología de la Liberación que se
estaba difundiendo en América Latina. Tanto en Europa como en América del Norte
se tenía la opinión común de que se basaba en ayudar a los pobres y que, por
tanto, se trataba de una causa que se debía apoyar. Pero era un error”.
Las malas lenguas del Vaticano, que siguen existiendo a
pesar de los continuos ataques de Jorge Mario Bergoglio al vicio del
“chismorreo”, atribuyen la canonización conjunta de los dos papas a una
maniobra de Francisco para quitarle protagonismo a Wojtyla y dárselo a Juan
XXIII, un pontífice más a su estilo, un obispo bonachón a quien se sigue
recordando —sobre todo en Italia— como “el Papa bueno”. Se quiere ver también
un gesto de Francisco a favor de todas aquellas congregaciones o diócesis cuyos
candidatos a la santidad oficial, habiendo vivido las virtudes que marca la Iglesia,
no disponen de un aparato económico ni mediático tan potente como el del papa
polaco.
El proceso normalmente es lento y caro. Solo el primer documento a
favor del nuevo beato cuesta 6.000 euros
No hay que olvidar que se trata de una carrera difícil, larga
y, sobre todo, cara. Se estima que, hasta ahora, una causa de beatificación no
costaba menos de medio millón de euros. Y no había descuentos. Quien no lograba
reunir el dinero suficiente se quedaba compuesto y sin santo. De ahí que, a
instancias de Bergoglio, el pasado mes de enero se aprobaran unas nuevas
tarifas para que, según el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación
de las Causas de los Santos, “las congregaciones y las diócesis no vivieran en
la angustia de no saber cuánto iba a costarles el proceso”. Eso sí, aunque se
supone que las tarifas son más claras y más baratas, siguen sin ser públicas.
Los principales gastos se van entre las tasas del Vaticano —solo la
presentación del primer documento a favor de un nuevo beato (la “positio”)
cuesta 6.000 euros— y los honorarios del postulador.
Se trata de la persona, normalmente sacerdote, que
intenta mover Roma con Santiago para que su aspirante a beato o santo obtenga
el debido reconocimiento por parte de la Santa Sede. Pero, como todo en la vida
y en la muerte, también en la carrera para santo hay clases. No es lo mismo
defender la causa de Juan Pablo II que, por poner un ejemplo, la de don
Baltasar Pardal Vidal (1886-1963), un sacerdote catequista que fundó en Galicia
las escuelas La Grande Obra de Atocha y el instituto secular Hijas de la
Natividad de María. El postulador de Karol Wojtyla se llama Slawomir Oder, y
sus diferentes libros sobre el proceso se pueden encontrar estos días en los
escaparates de las librerías de Roma, donde entre los volúmenes dedicados a
Wojtyla y los que loan a Bergoglio apenas queda sitio para la literatura
mundana.
Por cierto que el postulador Oder metió la pata hace
algunos años cuando publicó un libro utilizando algunas de las informaciones
sobre Juan Pablo II —testimonios, secretos, anécdotas— obtenidas durante su
investigación. Uno de los que puso el grito en el cielo fue el secretario
personal de Karol Wojtyla y actual arzobispo de Cracovia, Stanislaw Dziwisz, el
mismo que ahora acaba de publicar los apuntes personales de Juan Pablo II, a
pesar de que este dejó bien claro que, tras su muerte, debían de ser quemados.
Si para los creyentes un Papa es el vicario de Cristo en la tierra, tras su
muerte corre el riesgo de que sus más cercanos colaboradores se repartan su
túnica o se la vendan al mejor postor.
Las Hijas de la Natividad de
María, en cambio, tienen que alternar las obras de caridad —“tenemos un colegio
donde vienen niños de clase baja o media-baja donde muchos padres no pueden ni
pagar el comedor”, dice sor Pastora Vega— con ahorrar el dinero suficiente para
“sostener” a su postulador, un miembro de la curia vaticana que vive en la
residencia de Santa Marta. “No es barato, no”, dice la hija de la Natividad de
María, refiriéndose al proceso de canonización de don Baltasar, “hay que pagar
las gestiones, los viajes a Roma, las instancias ante el Vaticano, las
conferencias y las publicaciones que hacemos para que se conozca bien la obra
del fundador. Y luego está el problema de los milagros”.
Cuenta la religiosa que una cosa es que don Baltasar haya
hecho curaciones —“que las ha hecho y muchas”— y otra que los médicos “se
atrevan a certificar que, científicamente, se ha tratado de un milagro”. El
postulador de Juan Pablo II, sin embargo, no tuvo problemas. Sobre su mesa se
acumularon hasta 251 supuestos milagros, si bien la curación de la monja
francesa Marie Simon-Pierre, aquejada de párkinson, y más tarde la de la costarricense
Floribeth Mora, víctima de un aneurisma cerebral, fueron las tenidas en cuenta
oficialmente. Con sus luces —un papa espontáneo, viajero, carismático, que por
primera vez condenó a la Mafia— y sus muchas sombras —la negativa a investigar
la pederastia, su ataque a la Teología de la Liberación, el desgobierno de una
curia voraz que terminó amargándole la vida a Benedicto XVI—, Juan Pablo II
terminó de convertirse en leyenda subido a su propia cruz. Aunque pensó en
renunciar, dejó que la enfermedad lo consumiera delante de las cámaras,
lentamente, en riguroso directo. Dice el cardenal Saraiva Martins:
—Su heroicidad ya se manifestó en toda su crudeza durante
el atentado de Ali Agca, pero sobre todo se hizo patente en los últimos años de
su enfermedad. Yo estaba allí, a su lado, y vi sufrir a ese hombre.
Y solo entonces, Saraiva Martins se inclina y abre su
carpeta de plástico negro para mostrar una a una, como un tesoro, las
fotografías de toda una vida a la sombra de los papas.