La brecha social amenaza gravemente al México
de las reformas del presidente Peña Nieto
El país.es
Barack Obama ha dicho que las reformas de
México sorprenden al mundo. El presidente estadounidense desea que terminen
bien porque son una larga aspiración del pueblo mexicano.
Timothy Geithner, su ex secretario del
Tesoro, ha anunciado que varios países envidian a México. El Washington
Post, The Economist, el New York Times y El PAÍS todos están de
acuerdo: para México es ahora o nunca.
Sin embargo, los problemas históricos, las
injusticias permanentes y la brecha social amenazan gravemente al México de las
reformas de Enrique Peña Nieto.
¿Por qué, cuando todos los indicadores
muestran la posibilidad real de un despegue de México, la violencia es el único
problema que aparece después de tantos años de confusión?
Hay muchas razones, pero una es básica:
México sufre un pecado democrático original. La alternancia en el poder y la
llegada de Vicente Fox, que puso fin a 70 años de priismo, con independencia
del fracaso histórico que supuso en términos absolutos, dejó e instaló en el
país una sensación de desconcierto que persiste hasta ahora.
Al Gabinete de Fox, seguramente el de más
amplio respaldo democrático de la historia mexicana, le faltó conciencia para
hacer cumplir la ley. Confundió el origen de la legislación priista con la
necesidad de que un país sea regido por la firmeza democrática. Tuvo miedo y
permitió que un grupo de macheteros de Atenco pusiera de rodillas al Gobierno
mexicano, impidiendo el plan de ampliación del aeropuerto de la capital del
país en esa localidad.
A partir de ahí, empezó a confundirse todo.
Se confundió que las leyes fueran promulgadas por gobiernos priistas con la
obligación de cumplirlas. Se confundió el mandato democrático y el diálogo con
la necesidad de garantizar unos mínimos parámetros que permitan la convivencia
de todos. Se confundió la exigencia política de pedir responsabilidades por el
pasado con la culpa en abstracto y la incapacidad de producir nada más que
escarmiento y vergüenza con la creación de una fiscalía especial para indagar
sobre los crímenes del priismo y tratando de llevar a la cárcel al ex
presidente Luis Echeverría.
El sucesor de Fox, Felipe Calderón, tuvo un
problema elemental: no entendió que su legitimidad no debía provenir de los
fusiles y de su declaración de la guerra contra el narcotráfico. No entendió
que, mucho antes que tratar de extirpar el cáncer de los carteles en la
sociedad mexicana, la primera obligación de un presidente es hacer cumplir la
legitimidad democrática.
Se fue sin ganar la cruzada y llevó
a México 50 años atrás cuando había militares por las calles, exactamente lo
que evitó Plutarco Elías Calles, para civilizar su paso por la
política.
En este momento, los carteles siguen matando
gente y continúan siendo un problema importante. Pero no parece que puedan
embargar el futuro del país. Al contrario que las protestas de los maestros en
Chilpancingo o la ocupación de la rectoría en la UNAM que, unidas a las
imágenes de las manifestaciones del 1 de diciembre al grito de “El asesino de
Atenco” –contra Enrique Peña Nieto, no hay que olvidarlo-, sí colocan a México
en una disyuntiva difícil.
El Ejecutivo actual ha creado un desgobierno,
en el sentido de la necesidad de hacer cumplir las leyes, que se traduce en
desgobierno social. El complejo democrático de los panistas, la no superación
de la condena por un pasado ya superado y la incapacidad de no haber producido
otras nuevas no les exime de su ineficacia para hacer cumplir la ley en la
calle.
Quien sea que esté meciendo la cuna para
crear problemas, lo está consiguiendo porque, sobre todo, confía en que el
Gobierno siga teniendo complejos, es decir, que no sepa que si una ley no
gusta, se cambia, pero que las leyes en vigor se cumplen.
Y en medio de eso, existe una estrategia
destinada a crear un problema claro y, desde luego, a controlar lo evidente:
que con independencia del problema de los carteles, México sea un país sin
leyes, sin gobierno, sin orden y, por lo tanto, sin futuro.
Ese es el mayor desafío que, de verdad, tiene
el Gobierno de Peña Nieto: vencer sus propios genes, algo que, de verdad, nunca
consiguieron los panistas, y ser capaz de articular, igual que se está haciendo
a través del Pacto por México o con el programa modernizador de las reformas,
una política de seguridad y de orden público democrático que de confianza y
fiabilidad.
Y eso pasa no sólo por ir liberando a las
víctimas de falsos y malos procesos judiciales, como en el caso del general
Tomás Ángeles Dauahare o de tantos otros, sino también por imponer la ley a
esos funcionarios corruptos que vendieron el uso de la justicia y que permiten
que, a la hora de evitar la quema de un local o el asalto a un partido, surja
el complejo democrático.
