Por Alex Ramírez-Arballo **
Cuando era niño, durante el comienzo de la década de los ochenta, cada lunes se realizaba una ceremonia cívica (así la llamaban) que consistía en la ostentación de la bandera, el canto del himno y el juramento al mencionado pendón. Al mismo tiempo, en los libros de texto gratuito se hablaba con intermitencia de una historia nacional caracterizada por un heroísmo que colindaba con lo mitológico. Se trataba, pues, de las postrimerías de un siglo XX mexicano señalado por el fin de una dictadura brutal, una guerra civil notoriamente sangrienta y la consolidación de un sistema político caracterizado por un asistencialismo macabro.
En aquellos años se insistía en un modelo nacionalista, herencia del siglo XIX, y que subsumía la persona a un designio superior: los intereses nacionales; esto era particularmente cierto en un estado como el mexicano en el que la persecución antirreligiosa se constituyó en uno de sus objetivos más infames. La nación era, pues, un conjunto de ritos civiles, de imágenes y metáforas, de slogans y lugares comunes, que articulaban la sociedad de la época y le daban cierto sentido, cierta homogeneidad. La verdad es que esto se trataba de una imposición artificiosa que sólo con el advenimiento de la economía global quedó al descubierto; hoy resultaría ridículo pensar en un país de fronteras fijas. Hoy más que nunca se vive en una época transnacionalista en la cual las personas y los productos se movilizan de manera rauda de un lado a otro.
México, que es mi país, se me descubre ahora como una patria errante, ubicua y compleja. La presencia mexicana, la expresión de sus gestos y sus ritos se nos presenta con una vitalidad inusitada a través de la cultura popular, de la entropía política, de la utilización cada vez más sofisticada de medios de comunicación cibernética. No creo, pues, como hombre del siglo XXI que soy, en la idea de un país unívoco, ni creo que sea apropiado prolongar inútilmente las antiguas mitologías nacionales. La nación es un convencionalismo legal e ideológico mientras que la patria es humanidad pura.
P.S. En lo que sí creo, y con un fervor religioso, es en la patria. Creo en el pueblo llano, próximo y común. Creo que esa patria es visible, tangible y mensurable; por ejemplo, la patria se hace vida en la presencia de los seres que uno ama, en la maravilla natural, en la injusticia infame que fustiga a tantas personas. Todo esto me hace recordar un enorme poemita del recientemente galardonado José Emilio Pacheco:
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
por diez lugares suyos, cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas, una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Álex Ramírez-Arballo es doctor en literaturas hispánicas por la University of Arizona y actualmente trabaja como profesor en el departamento de Español, Italiano y Portugués de la Pennsylvania State University. Su correo electrónico es alexrama@orbired.com y su página web www.orbired.com Además puede establecer contacto con él en las redes sociales: Youtube: www.youtube.com/orbired Twitter: www.twitter.com/orbired Facebook: www.facebook.com/orbired
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
por diez lugares suyos, cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas, una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Álex Ramírez-Arballo es doctor en literaturas hispánicas por la University of Arizona y actualmente trabaja como profesor en el departamento de Español, Italiano y Portugués de la Pennsylvania State University. Su correo electrónico es alexrama@orbired.com y su página web www.orbired.com Además puede establecer contacto con él en las redes sociales: Youtube: www.youtube.com/orbired Twitter: www.twitter.com/orbired Facebook: www.facebook.com/orbired