El jardinero solitario
Por Miguel Ruiz Cruz
En aquel perfumado, pacífico y delicioso huerto: Edén, el hombre disfrutó los primeros años de su vida, alimentándose únicamente con la exquisitez de las frutas de los árboles frutales, cumpliendo cabalmente con la encomienda de su Creador, nada más y nada menos que el de cuidar el jardín, así como el de ponerle nombre a los animales.
Los pájaros trinaban jubilosos y volaban con toda libertad porque no existían los pajareros; los leones y los tigres correteaban y rugían con alegre sonoridad porque no existían los domadores; los burros se acariciaban con tersura y rebuznaban contentos porque no existían los burreros; los cerdos gruñían y trompeaban tranquilos porque no existían los voraces matanceros; la flora disfrutaba su perfumada y valiosa virginidad porque no existían los codiciosos taladores; los ríos y los mares lucían su estela de pureza porque no existían los navegantes ni los avarientos depredadores; el viento se movía con suavidad y melodioso. Por eso, todos convivían felices y en santa paz.
Así pues, el jardinero solitario: Adán, tranquilamente disfrutaba la grandiosidad de la naturaleza, se divertía y se sentía satisfecho escuchando las manifestaciones de felicidad y gratitud de los otros animales, hacía el Supremo.
Pero un día, Jehová Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; haréle ayuda idónea para él”. (Génesis 2: 18). Si aquella ‘ayuda idónea’, hubiera resultado la compañera ideal y valiente para no sucumbir a la diabólica tentación, seguramente: no nos azotarían las tempestades ni los terremotos; los ríos y los mares no estarían saqueados ni contaminados; la flora no estaría sufriendo por los destrozos; los cerdos seguirían siendo marranos pero no tan trompudos ni tan gordos como para convertirlos en carnitas, chicharrón y chorizo; los jumentos seguirían siendo orejones pero no tan burros para usarlos como acémilas ni para compararlos con los de escaso entendimiento; los leones y los tigres no andarían bostezando en los circos ni los hermosos y cantores pájaros marchitándose en las jaulas.
Cuando Dios descubrió que su Jardinero había comido el fruto del árbol que le prohibió comer y lo reprendió; si el trasgresor Adán en vez de tratar de evadir su responsabilidad echándole la culpa a la sonsacadora Eva, con franqueza y humildad le hubiese dicho a su Creador: “Sí Señor, te desobedecí, perdóname Dios mío”.
Ciertamente otra hubiera sido la sentencia; no estaríamos pagando las consecuencias de su desobediencia; con toda seguridad los seres humanos viviríamos en armoniosa fraternidad sin codicias, sin arrogancias ni violencias; y sin padecer por el incómodo y hasta fatal sobre peso, porque no seríamos omnívoros glotones sino sobrios frugívoros, es decir, nos alimentaríamos con las deliciosas frutas (sin chamoy), así como se alimentó la pareja edénica, hasta antes de desobedecerle al Supremo Hacedor.
Los pájaros trinaban jubilosos y volaban con toda libertad porque no existían los pajareros; los leones y los tigres correteaban y rugían con alegre sonoridad porque no existían los domadores; los burros se acariciaban con tersura y rebuznaban contentos porque no existían los burreros; los cerdos gruñían y trompeaban tranquilos porque no existían los voraces matanceros; la flora disfrutaba su perfumada y valiosa virginidad porque no existían los codiciosos taladores; los ríos y los mares lucían su estela de pureza porque no existían los navegantes ni los avarientos depredadores; el viento se movía con suavidad y melodioso. Por eso, todos convivían felices y en santa paz.
Así pues, el jardinero solitario: Adán, tranquilamente disfrutaba la grandiosidad de la naturaleza, se divertía y se sentía satisfecho escuchando las manifestaciones de felicidad y gratitud de los otros animales, hacía el Supremo.
Pero un día, Jehová Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; haréle ayuda idónea para él”. (Génesis 2: 18). Si aquella ‘ayuda idónea’, hubiera resultado la compañera ideal y valiente para no sucumbir a la diabólica tentación, seguramente: no nos azotarían las tempestades ni los terremotos; los ríos y los mares no estarían saqueados ni contaminados; la flora no estaría sufriendo por los destrozos; los cerdos seguirían siendo marranos pero no tan trompudos ni tan gordos como para convertirlos en carnitas, chicharrón y chorizo; los jumentos seguirían siendo orejones pero no tan burros para usarlos como acémilas ni para compararlos con los de escaso entendimiento; los leones y los tigres no andarían bostezando en los circos ni los hermosos y cantores pájaros marchitándose en las jaulas.
Cuando Dios descubrió que su Jardinero había comido el fruto del árbol que le prohibió comer y lo reprendió; si el trasgresor Adán en vez de tratar de evadir su responsabilidad echándole la culpa a la sonsacadora Eva, con franqueza y humildad le hubiese dicho a su Creador: “Sí Señor, te desobedecí, perdóname Dios mío”.
Ciertamente otra hubiera sido la sentencia; no estaríamos pagando las consecuencias de su desobediencia; con toda seguridad los seres humanos viviríamos en armoniosa fraternidad sin codicias, sin arrogancias ni violencias; y sin padecer por el incómodo y hasta fatal sobre peso, porque no seríamos omnívoros glotones sino sobrios frugívoros, es decir, nos alimentaríamos con las deliciosas frutas (sin chamoy), así como se alimentó la pareja edénica, hasta antes de desobedecerle al Supremo Hacedor.