
Por Prof. Alejandro Ramírez Cisneros
DURANTE TODOS estos últimos días he pensado mucho en mi padre. Más que de costumbre, pues de hecho, desde siempre y sobre todo después de su muerte, el 6 de diciembre del 2000, ha estado muy presente en mi vida. De manera cotidiana y desde que al amanecer me alzo de la cama, el primer pensamiento del día es para él. Pero ahora la figura paterna mía está allí, fijada fuertemente en mi pensamiento, como nunca antes.
No dejo de pensar en él, en el hombre que me dio la existencia y me guió en mis primeros pasos y después por los complicados y difíciles caminos de la vida. Mi progenitor fue un hombre lúcido, inteligente, sabio.
Carlos Ramírez Márquez, mi papá, tenía esa rara facultad, dada solamente a los seres brillantes, de explicar lo que a futuro sucedería, por la enorme experiencia que acaudaló en su vida y por su madurez magnífica. Sus vaticinios en todo momento fueron acertados y corro-boraban su visión que tenía de la vida. Tan fue así, que dos días antes de morir, el cuatro de diciembre del año 2000, me dijo que se iba a morir. Sentado, con la mirada triste y una fatiga inocultable y con su voz muy apagada, me dijo: “ya me voy a morir”. Y se murió cuarenta y ocho horas después.
No dejo de pensar en él, en el hombre que me dio la existencia y me guió en mis primeros pasos y después por los complicados y difíciles caminos de la vida. Mi progenitor fue un hombre lúcido, inteligente, sabio.
Carlos Ramírez Márquez, mi papá, tenía esa rara facultad, dada solamente a los seres brillantes, de explicar lo que a futuro sucedería, por la enorme experiencia que acaudaló en su vida y por su madurez magnífica. Sus vaticinios en todo momento fueron acertados y corro-boraban su visión que tenía de la vida. Tan fue así, que dos días antes de morir, el cuatro de diciembre del año 2000, me dijo que se iba a morir. Sentado, con la mirada triste y una fatiga inocultable y con su voz muy apagada, me dijo: “ya me voy a morir”. Y se murió cuarenta y ocho horas después.
La vida de aquel hombre luchador, emprendedor, excelente hijo, esposo fiel y padre ejemplar, se extinguió puntualmente, como él me lo dijo. Su muerte aunque muy dolorosa, por lo tanto no me sorprendió. Llegó exactamente a la cita para reunirse con mi madre, fallecida ocho años antes. Ese deceso, el de su compañera de por vida por más de cincuenta años, fue el principio del fin para él, pues nunca lo superó y la soledad lo envolvió y lo hizo su presa, en un bache profundo donde quedó postrado por la aflicción y la angustia de sentirse extraviado, sin la mujer a la que tanto quiso.
Con mi padre se fueron a la tumba los secretos de mis angustias que él descubrió y que terminaban en irremediables confesiones que sólo a él podía hacerle. En mi vida no hubo otra persona más confiable que mi padre. Tuvo esa extraña capacidad de adivinar “algo” que me inquietaba. ¿Qué tienes?, me decía. Habría que responderle con la verdad y de allí mis revelaciones y las verdades que a nadie antes hubiera dicho. La respuesta eran palabras de confianza y de esperanza. Nunca después volvió a decirme nada de lo que hablábamos. Su discreción no se lo permitía. También él me dijo dos o tres cosas, a punto de morir, que creo a nadie más le contó. Y aquí las tengo y me las callo. Estaba atormentado, pero nunca tuvo reproches para nadie, mucho menos para sus hijos.
Hoy cuando mi vejez es evidente y el peso de los años aumenta, crece la admiración por mi padre y la gratitud por haberme escogido como su hijo. He sido muy afortunado por descender de él, un hombre cabal, completo, generoso, inteligente, que me dio todo con verdadera devoción paternal y con un desprendimiento total, establecido en el amor y el ca-riño sincero de un padre a su hijo.
Si Dios me diera la oportunidad de decidir, le pediría que en el más allá me permitiera volver a ver a mi padre. Es un reencuentro que he deseado. Le diría que siempre lo quise y lo admiré. Su fuerza, su fortaleza de hombre convencido en sus ideales y su inmensa capacidad para fortalecer sus virtudes en el trabajo noble y honrado de todos los días por muchos años, sin hacer daño a nadie y sirviendo a sus semejantes, con agilidad sincera y una vocación que nos transmitió a sus hijos como una herencia de orgullo y de pasión por el bien de los demás, con rectitud inquebrantable.
Yo no se si haya hecho bien las cosas, pero he tratado de imitarlo, pues en cada obra está la mano de él, benefactora y amorosa y el pensamiento agradecido para el hombre que nos dio lecciones de devoción al trabajo y de respeto a quien se lo mereciera, sin renunciar a la defensa de nuestra dignidad y la integridad propia. Ese era mi padre.
Sólo espero la decisión divina que me lleve a él. Gustoso lo haré. Creo que será maravilloso. Una experiencia póstuma que no cambiaría por nada. Así sea.