(FOTO: Yannis Behrakis/ Reuters)
Juan José Millas/ Elpais.com
El hombre grita que le esperen. Se ha retrasado al tomar
a su hija en brazos y teme descolgarse por completo del grupo. La carretera,
situada en algún lugar de Grecia, conduce a la frontera con Macedonia. El
refugiado camina sobre el asfalto porque el terreno, con esta lluvia, debe de
estar intransitable. Aún no ha llegado. En todo caso, no nos ha llegado. La
fotografía es de septiembre de 2015. Han transcurrido más de cuatro meses y el
asunto está peor ahora por la llegada del frío. Da lo mismo, el asunto no se
aborda. Significa que el hombre, además de chillar a los suyos, nos interpela a
nosotros. Lleva casi cinco meses gritándonos bajo la tormenta:
Camina por el centro de la calzada, que, al ser un poco
curva, evacua el agua hacia los lados. A cambio, se tiene que jugar su vida, y
la de la niña. Observen, si no, el coche que se pierde hacia el fondo, por la
derecha, y el que se viene hacia acá, por la izquierda. Cada vez que pasa cerca
de él un automóvil, se estrella contra su cuerpo una ráfaga de agua en forma de
abanico. Si son dos los vehículos que coinciden a su altura, el chaparrón se
multiplica. No hace falta señalar que el agua está sucia y aceitosa, porque ha
recogido del asfalto los restos de la combustión automovilística. Y el
refugiado va mal alimentando, claro: igual lleva dos días sin comer porque solo
ha conseguido lo justo para la niña. Pero nada, ahí lo tienen, en pie,
gritándole al mundo civilizado que, joder, le eche una mano. El mundo
civilizado, como el que oye llover.