A pesar del empeño puesto en la acción de alimentar a don
Benito, Sofía no conseguía su objetivo y cada vez que la cuchara con sopa se
acercaba a la boca del anciano, el contenido de ésta casi caía en su totalidad.
Sólo las secuelas del conato de alimento quedaban en las comisuras de los
labios y era un reto diario lograr que don Benito se alimentara aunque fuera
tan sólo medianamente.
Don Benito en sus buenos tiempos,
efectivamente fue un acaudalado y exitoso banquero. De ciudad pequeña o pueblo
grande, como usted quiera llamarlo, pero al fin banquero. Y eso, se conservaba
en un espacio de su cerebro que a últimas fechas le fallaba como un
desvencijado motor de carro modelo del 45.
Esa misma tarde, Sofía y Manuel, éste último padre de don
Benito, se preparaban con cierto dejo de tristeza a poner las escasas
pertenencias del “vejete” -como en ocasiones de modo despectivo y en mucha
forma ofensiva, se refería el hijo al padre-, en una maleta que ya había vivido
sus mejores tiempos.
Don Benito presintiendo hacia dónde lo llevaban, con
timidez cuestionó el apresuramiento de la pareja por subirlo al automóvil. Ellos,
escuetamente sólo le dijeron: “A donde te llevamos vas a estar mejor que en
casa”. Sin oponer resistencia y como si fuera un niño a quien llevan de paseo a
una feria, don Benito subió al carro de modo dócil.
Una hora después de camino, llegaron frente a las rejas
de un asilo. El hospicio aunque muy elegante, no dejaba de ser una especie de
prisión para quienes desechados por sus allegados al considerarlos ya sin
utilidad para la familia, los mandaban a un lugar “mejor”, donde aseguraban
estarían bien atendidos.
La pareja dejó en la antesala al anciano que iban a
internar y se dirigió a la oficina cuyo letrero indicaba que era la
administración. Previo papeleo de rutina, salieron sólo para despedirse sin
emoción alguna del viejo a quien mecánicamente repitieron que estaría “mejor”
en ese sitio. Simplemente se fueron y el longevo con su mirada ya muy cansada
los vio perderse en las calles de esa ciudad grande o pueblo chico como usted
quiera llamarle.
Ya en el albergue a don Benito se acercó rápidamente Paul
-un obeso viejecito que aunque no padecía de ninguna enfermedad,
voluntariamente se hubo confinado en ese espacio donde convergían cientos de
historias sin destino-, para amablemente darle la bienvenida. Entrambos se dio
una empatía que forjaría una amistad sin condiciones…
Paul puso al “tanto” a su nuevo amigo de las acciones que se llevaban a cabo en
el albergue-hospital de ancianos. Por cierto los dos compartirían habitación.
Paul, aunque era de nacionalidad mexicana fingía un acento argentino. Eso me
hace parecer más interesante ante las damas, siempre le dijo a don Benito.
Ya en el ambiente del asilo, don Benito y Paul, desde
entonces inseparables, se dieron a la tarea de conocer conforme pasaban los
días, los vericuetos del funcionamiento y estado físico del nosocomio
convertido en cárcel de ancianos.
Allí Benito supo de doña Lupita, una ancianita muy dulce
que continuamente deambulaba por los pasillos sólo para procurar encontrar un
teléfono con el único objetivo de poder llamar a su hijo Fernando para que la
recogiera porque ya estaba enfadada en ese lugar al cual la llevó prometiéndole
que estaría solamente dos meses…Ha pasado año y medio desde la promesa.
También, don Benito, previa información de Paul, conoció
a Anita y Santiago, un matrimonio que ya moraban en ese lugar desde cinco años
atrás y según apreciaban muchos de sus compañeros, se sentían a gusto. Quizás
eran los únicos con esa sensación.
Con esta pareja sucedía algo extraordinario. A ella
solamente la edad -82 años-, le impedía realizar sus labores que consideraba
cotidianas y gozaba dando sus alimentos a Santiago de 86 abriles, su esposo
quien padecía extravío mental desde una década antes, y quien como niño
berrinchudo en ocasiones se negaba a abrir la boca para comer. Cuando esto
pasaba, ella, con paciencia susurraba al oído de su esposo algo que de
inmediato lo hacía cambiar de actitud y dejaba ver una limpia sonrisa
volviéndose manso como una cría aceptando el bocado que con tanto amor le
acercaban a su boca.
El enigma del porqué Santiago sonreía ante el comentario
casi en silencio por parte de Anita, lo platico a continuación.
Cuando ambos eran adolescentes se conocieron en un pueblo
de la sierra sonorense: Soyopa. Santiago un día se encontró a Anita, quien
venía acompañada de un par de amigas y le propuso sin más que fuera su novia.
Ella, de modo coqueto y retando al arrojo del joven, le propuso que sería su
novia cuando le llevara una nube ante su presencia.
Santiago nunca olvidó el irregular requerimiento que
Anita le puso como condición para aceptar ser su novia y un día de pronto, él
apareció corriendo frente a ella, la tomó de la mano y la conminó a que lo
siguiera. Tras caminar un par de calles, con verdadero entusiasmo y agitación
la subió al campanario de la iglesia del pueblo –ésta por cierto estaba en una
empinada loma del cerro-, y minutos después de estar en la cima, una gran nube
los envolvió. Él, volteó a verla y esperando una respuesta a su anhelo,
simplemente escuchó decirle: ¡Tramposo!
Desde entonces, cuando Santiago se extraviaba en su
mundo, Anita recordándole el pasado simplemente exclamaba al oído a modo de
susurro la palabra ¡tramposo! y como si el tiempo regresara cincuenta o sesenta
años, Santiago revivía el momento. Ese simple hecho lo hacía feliz.
En uno de tantos “paseos” por el hospital que hacía de
asilo, don Benito preguntó intrigado qué había en el piso de “arriba” y por qué
se escuchaban tantos gritos. Paul de modo breve le dijo que era la zona de los
“inhabilitados”, de aquéllos que no pueden valerse por sí mismos, le dijo. Son
a quienes el Alzheimer los ha envuelto de tal forma que no pueden regresar de
sus entelequias. Don Benito sólo movió la cabeza y deseó jamás llegar a ese
lugar.
Una mañana, don Benito en tono muy airado reclamó a Paul
la devolución de su reloj. El falso argentino desoyendo la proclama simplemente
le respondió que no sabía de qué hablaba y salió de la habitación. La escena
del reclamo por prendas perdidas se repetía de modo constante. Don Benito
reclamando cosas que según él Paul le hurtaba y éste negando todo. Por esa
razón ambos amigos llegaron a distanciarse.
Debo decir que de todos los ancianos asilados, Paul era
el único con preclara memoria y de consistencia física envidiable. A excepción
de los demás, él, motu proprio se había “internado” porque se cansó de vivir
solo, acompañado de una buena pensión, de hecho fue la que le abrió la puerta.
Un día a Paul se le ocurrió que debían divertirse y
consiguió con su dinero (¿excepto la salud, qué no se consigue con efectivo?)
que alguien de “afuera” les llevara un carro. Se puso de acuerdo con los más
cercanos amigos Lupita, Santiago, Anita y por supuesto don Benito, y escaparon
para ir a recorrer las calles.
De todos sólo don Benito sabía conducir y él tomó el volante.
No pasó mucho tiempo para que una “laguna” le cerrara la noción y dejando el
volante solo, se arrojó del auto en marcha. Por fortuna iba despacio y fuera de
unos raspones en codos y nalgas, no pasó nada. Ese fue el indicador de que la
enfermedad de don Benito avanzada inexpugnablemente.
El tiempo corría de modo monótono y llegó el momento en
que cronos empezó a cobrar cuotas.
Anita, aquella viejecita que irradiaba salud, murió
dejando en el desamparo a Santiago. A quien por cierto tuvieron que llevarlo a
la habitación de “arriba”, la de los talachos inútiles. No aguantó mucho la
ausencia de su esposa y una estival tarde de julio, escuchando de modo claro el
susurro de Anita: ¡Tramposo!, exhaló su último suspiro en paz.
Por su parte Lupita, quien día a día buscaba de modo
incansable un teléfono para llamar a Fernando su hijo y que pasara a recogerla,
por fin pudo cumplir su deseo: del asilo salió Fernando con ella. Lupita no lo
supo nunca, ya que iba en un ataúd.
Don Benito al paso del tiempo lo que tanto temía llegó.
Su enfermedad tan avanzada de Alzheimer no evitó que una mañana fría del mes de
diciembre, un par de enfermeros con vacilante paso lo subieran al cuarto de
“arriba”. Pero no iba solo, Paul de modo solidario -porque él estaba sano de
todo-, le acompañó hasta el momento en que Dios quiso llevarlo a su lado. Antes
de eso, el “argentino” con paciencia limpiaba los restos de comida que don
Benito dejaba salir por cada lado de su boca y le ayudaba en todo. Siempre fue
fiel a la amistad.
Esta historia la platicó Manuel, hijo de don Benito,
quien ahora añorando el pasado a sus sesenta y cinco años se duele de lo que
pudo evitarle a su padre ya fallecido hace tres lustros, y, éste sentado en una
banca del jardín cubierto de nieve -una nieve que sólo existe en su
imaginación-, simplemente de sus ojos asoman lágrimas que evidencian
arrepentimiento. También tiene Alzheimer.
Acápite: Sepamos aceptar sin mostrar enfado lo que Dios
nos manda. Los jóvenes de hoy serán mañana los ancianos que podrían tener una
vida afortunada siempre y cuando -hay una condición para ese aspecto-, sepan
cultivar una vida útil y feliz, pero sobre todo, siendo respetuosos de quienes ya
dieron casi todo de su vida. He dicho.