Lic. Alma Angelina Campos Uriarte
Crac…crac…crac…, los cascos de un caballo eran música
jacarandosa para nuestros oídos. Fue costumbre de los guaymenses, oír y ver a
don Ramón Molina, montando en su caballo blanco, montura de vistosos colores,
de crin bien peinada y esponjada. Vivía por la Av. Abelardo L. Rodríguez, con
su esposa y una familia numerosa.
Doña Chuy, su esposa, era una señora robusta de gruesa
trenza canosa sostenida en un gran molote en la nuca, vestido de grandes
faldas, de medio luto y blusas blancas.
En el gran patio estaba don Ramón que peinaba a su caballo y
le daba de comer. Era de complexión
delgada, de baja estatura, cabello cano de grandes bigotes que rodeaban sus
mejillas, vestido de vaquero, pantalón obscuro con botas, camisolas vaqueras de
colores llamativas y amarrado a su cuello, mascadas que hacían juego con su
vestimenta.
Sus espuelas brillantes al parecer de plata, hacían mucho ruido
cuando caminaba. Se ponía su sombrero de lado cuando en las tardes montaba su
caballo y salía a la calle caracoleando, y más cuando veía a las muchachas
jóvenes y bonitas que pasaban por la calle, y en una forma graciosa las
rodeaba.
Era costumbre verlo, ya que nosotros jugábamos afuera de
nuestras casas después de realizar nuestras tareas de la escuela. La calle se
encontraba recién regada, olía a mojado.
Nos divertía ver este personaje de nuestra calle a quien
siempre respetamos y admiramos porque nos llamaba mucho la atención la forma de
montar su caballo, forma de vestir, su galantería con las damas, sin faltarles
el respeto. Un guaymense de la calle trece.