Ventura
Cota Borbón
A
pesar del empeño puesto en la acción de alimentar a don Benito, Sofía no
conseguía su objetivo y cada vez que la cuchara con sopa se acercaba a la boca
del anciano, el contenido de ésta casi caía en su totalidad. Sólo las secuelas
del conato de alimento quedaban en las comisuras de los labios y era un reto
diario lograr que don Benito se alimentara aunque sea medianamente.
Sin
embargo, en la mente obnubilada a momentos del enfermo de Alzheimer,
representaba todo un juego que su utopía había convertido en realidad: él,
sentado en su lujoso escritorio, recordando antaño su puesto de ejecutivo de
una banca muy famosa en su pueblo, y ella –Sofía-, sufriendo para que su suegro
siguiera la cotidianidad de los días.
Esa
misma tarde, Sofía y Manuel, éste último padre de don Benito, se preparaban con
cierto dejo de tristeza a poner las escasas pertenencias del “vejete” -como en
ocasiones de modo despectivo y en mucha forma ofensiva, se refería el hijo al
padre-, en una maleta que ya había vivido sus mejores tiempos.
Don
Benito presintiendo hacia dónde lo llevaban, con timidez cuestionó el
apresuramiento de la pareja por subirlo al automóvil. Ellos, escuetamente sólo
le dijeron: “A donde te llevamos vas a estar mejor que en casa”. Sin oponer
resistencia y como si fuera un niño a quien llevan de paseo a una feria, don
Benito subió al carro de modo dócil.
Una
hora después de camino, llegaron frente a las rejas de un asilo. El hospicio
aunque muy elegante, no dejaba de ser una especie de prisión para quienes
desechados por sus allegados al considerarlos ya sin utilidad para la familia,
los mandaban a un lugar “mejor”, donde aseguraban estarían bien atendidos.
La
pareja dejó en la antesala al anciano que iban a internar y se dirigió a la
oficina cuyo letrero indicaba que era la administración. Previo papeleo de
rutina, salieron sólo para despedirse sin emoción alguna del viejo a quien
mecánicamente repitieron que estaría “mejor” en ese sitio. Simplemente se
fueron y el longevo con su mirada ya muy cansada los vio perderse en las calles
de esa ciudad grande o pueblo chico como usted quiera llamarle.
Ya
en el albergue a don Benito se acercó rápidamente Paul -un obeso viejecito que
aunque no padecía de ninguna enfermedad, voluntariamente se hubo confinado en
ese espacio donde convergerían cientos de historias sin destino-, para
amablemente darle la bienvenida. Entrambos se dio una empatía que forjaría una
amistad sin condiciones…
Paul puso al “tanto” a su nuevo amigo de las acciones que se llevaban a cabo en el albergue-hospital de ancianos. Por cierto los dos compartirían habitación. Paul, aunque era de nacionalidad mexicana fingía un acento argentino. Eso me hace parecer más interesante ante las damas, siempre le dijo a don Benito.
Ya
en el ambiente del asilo, don Benito y Paul, desde entonces inseparables, se
dieron a la tarea de conocer conforme pasaban los días, los vericuetos del
funcionamiento y estado físico del nosocomio convertido en cárcel de ancianos.
Allí
Benito supo de doña Lupita, una ancianita muy dulce que continuamente
deambulaba por los pasillos sólo para procurar encontrar un teléfono con el
único objetivo de poder llamar a su hijo Fernando para que la recogiera porque
ya estaba enfadada en ese lugar al cual la llevó prometiéndole que estaría
solamente dos meses…Ha pasado año y medio desde la promesa.
También,
don Benito, previa información de Paul, conoció a Anita y Santiago, un
matrimonio que ya moraban en ese lugar desde cinco años atrás y según
apreciaban muchos de sus compañeros, se sentían a gusto. Quizás eran los únicos
con esa sensación.
Con
esta pareja sucedía algo extraordinario. A ella solamente la edad -82 años-, le
impedía realizar sus labores que consideraba cotidianas y gozaba dando sus
alimentos a Santiago de 86 abriles, su esposo quien padecía extravío mental
desde una década antes, y quien como niño berrinchudo en ocasiones se negaba a
abrir la boca para comer. Cuando esto pasaba, ella, con paciencia susurraba al
oído de su esposo algo que de inmediato lo hacía cambiar de actitud y dejaba
ver una limpia sonrisa volviéndose manso como una cría aceptando el bocado que
con tanto amor le acercaban a su boca.
El
enigma del porqué Santiago sonreía ante el comentario casi en silencio por
parte de Anita, lo platico a continuación.
Cuando
ambos eran adolescentes se conocieron en un pueblo del sur de Tlaxcala.
Santiago un día se encontró a Anita, quien venía acompañada de un par de amigas
y le propuso sin más que fuera su novia. Ella, de modo coqueto y retando el
arrojo del joven, le propuso que sería su novia cuando le llevara una nube en
su presencia.
Santiago
nunca olvidó el irregular requerimiento que Anita le puso como condición para
aceptar ser su novia y un día de pronto, él apareció corriendo frente a ella,
la tomó de la mano y la conminó a que lo siguiera. Tras caminar un par de
calles, con verdadero entusiasmo y agitación la subió al campanario de la
iglesia del pueblo –ésta por cierto estaba en una empinada loma del cerro-, y
minutos después de estar en la cima, una gran nube los envolvió. Él, volteó a
verla y esperando una respuesta a su anhelo, simplemente escuchó decirle:
¡Tramposo!
Desde
entonces, cuando Santiago se extraviaba en su mundo, Anita recordándole el
pasado simplemente exclamaba al oído a modo de susurro la palabra ¡tramposo! y
como si el tiempo regresara cincuenta o sesenta años, Santiago revivía el
momento. Ese simple hecho lo hacía feliz.
En
uno de tantos “paseos” por el hospital que hacía de asilo, don Benito preguntó
intrigado qué había en el piso de “arriba” y por qué se escuchaban tantos
gritos. Paul de modo breve le dijo que era la zona de los “inhabilitados”, de
aquéllos que no pueden valerse por sí mismos, le dijo. Son a quienes el Alzheimer
los ha envuelto de tal forma que no pueden regresar de sus entelequias. Don
Benito sólo movió la cabeza y deseó jamás llegar a ese lugar.
Una
mañana, don Benito en tono muy airado reclamó a Paul la devolución de su reloj.
El falso argentino desoyendo la proclama simplemente le respondió que no sabía
de qué hablaba y salió de la habitación. La escena del reclamo por prendas
perdidas se repetía de modo constante. Don Benito reclamando cosas que según él
Paul le hurtaba y éste negando todo. Por esa razón ambos amigos llegaron a
distanciarse.
Debo
decir que de todos los ancianos asilados, Paul era el único con preclara
memoria y de consistencia física envidiable. A excepción de los demás, él, motu
proprio se había “internado” porque se cansó de vivir solo, acompañado de una
buena pensión, de hecho fue la que le abrió la puerta.
Un
día a Paul se le ocurrió que debían divertirse y consiguió con su dinero
(¿excepto la salud, qué no se consigue con efectivo?) que alguien de “afuera”
les llevara un carro. Se puso de acuerdo con los más cercanos amigos Lupita,
Santiago, Anita y por supuesto don Benito, y escaparon para ir a recorrer las
calles.
De
todos sólo don Benito sabía conducir y él tomó el volante. No pasó mucho tiempo
para que una “laguna” le cerrara la noción y dejando el volante solo, se arrojó
del auto en marcha. Por fortuna iba despacio y fuera de unos raspones en codos
y nalgas, no pasó nada. Ese fue el indicador de que la enfermedad de don Benito
avanzada inexpugnablemente.
El
tiempo corría de modo monótono y llegó el momento en que cronos empezó a cobrar
cuotas.
Anita,
aquella viejecita que irradiaba salud, murió dejando en el desamparo a
Santiago. A quien por cierto tuvieron que llevarlo a la habitación de “arriba”,
la de los talachos inútiles. No aguantó mucho la ausencia de su esposa y una
estival tarde de julio, escuchando de modo claro el susurro de Anita:
¡Tramposo!, exhaló su último suspiro en paz.
Por
su parte Lupita, quien día a día buscaba de modo incansable un teléfono para
llamar a Fernando su hijo y que pasara a recogerla, por fin pudo cumplir su
deseo: del asilo salió Fernando con ella. Lupita aunque no lo supo nunca, ya
que iba en un ataúd.
Don
Benito al paso del tiempo lo que tanto temía llegó. Su enfermedad tan avanzada
de Alzheimer no evitó que una mañana fría del mes de diciembre, un par de
enfermeros con vacilante paso lo subieran al cuarto de “arriba”. Pero no iba
solo, Paul de modo solidario -porque él estaba sano de todo-, le acompañó hasta
el momento en que Dios quiso llevarlo a su lado. Antes de eso, el “argentino”
con paciencia limpiaba los restos de comida que don Benito dejaba salir por
cada lado de su boca y le ayudaba en todo. Siempre fue fiel a la amistad.
Esta
historia la platicó Manuel, hijo de don Benito, quien ahora añorando el pasado
a sus sesenta y cinco años se duele de lo que pudo evitarle a su padre ya
fallecido hace tres lustros, y, éste sentado en una banca del jardín cubierto
de nieve -una nieve que sólo existe en su imaginación-, simplemente de sus ojos
asoman lágrimas que evidencian arrepentimiento. También tiene Alzheimer.
Sepamos
aceptar sin mostrar enfado lo que Dios nos manda. Los jóvenes de hoy serán
mañana los ancianos que podrían tener una vida afortunada siempre y cuando, hay
una condición para ese aspecto, sepan cultivar una vida útil y feliz, pero
sobre todo, respetuosos de quienes ya dieron casi todo de su vida. He dicho.
Fin…