Julio Scherer/Proceso.com
Al escribir el colofón del libro El amor, el
sufrimiento y la muerte (Proceso 1989), Julio Scherer García evocó dos intensos
pasajes de la vida de Enrique Maza: primero, cuando fue capellán de los
condenados a muerte en un par de prisiones estadunidenses; luego, como el
moribundo que rechazó los santos óleos. Temas como los que dieron título a ese
volumen eran comunes en las conversaciones cotidianas entre Maza y Scherer.
El
negro avanzaba con una triste música en los pies. Contoneaba el cuerpo con
desgano y sus labios morados se distendían en una mueca resignada. Maza los vio
morir tras una mirilla impenetrable al sonido. Fulminados por el rayo y el
veneno, uno en la silla eléctrica y otro en la cámara de gases, expiraron
bañados en sus heces.
En aquella época, cuestionada la pena capital
en los tribunales de los Estados Unidos, hubo reos que salvaron la piel en el
último minuto. Víctimas de la incertidumbre a lo largo de procesos extenuantes,
perturbada su inteligencia, trastornado hasta el sexo, acabaron a merced de sus
fantasmas.
Sin puntos de apoyo, ajenos al amor que une a los hombres con un
lazo que en verdad ata, vivían sin aprender a vivir y apelaban a la muerte sin
la decisión de buscarla. Sus días eran círculos cada día más estrechos que
alguna vez, a fuerza de oír y hacerse oír, el sacerdote lograba penetrar.
Tiempo después, Maza sintió la muerte como se
siente la noche que se viene encima. Ahogado en sangre por una úlcera
perforada, escuchó a un cura que se aprestaba a confesarlo y solícito le
ofrecía los santos óleos.
En la camilla, moribundo, rechazó los auxilios de
emergencia. No creía en la comunicación directa con Dios. El hombre se comunica
con el hombre o pierde el habla, enseña desde siempre en su ministerio rebelde.
El cinco de noviembre de 1985, en una pequeña
capilla de la ciudad de México, celebró sus bodas de plata como sacerdote de la
Compañía de Jesús. De cara a sus invitados, dedicó el sermón al amigo fiel, que
no tiene precio, y habló del perdón, sal de la tierra.
Explicó que no desciende
el perdón de los dioses ni los poderosos, porque el perdón es un vocablo del
amor. “Perdona el que ama”, dijo. Y agregó, seguro de sus palabras: “Perdonar
es seguir amando”.