sábado, 27 de julio de 2013

Ancianos…III

Ventura Cota Borbón
A pesar del empeño puesto en la acción de alimentar a don Benito, Sofía no conseguía su objetivo y cada vez que la cuchara con sopa se acercaba a la boca del anciano, el contenido de ésta casi caía en su totalidad. Sólo las secuelas del conato de alimento quedaban en las comisuras de los labios y era un reto diario lograr que don Benito se alimentara aunque sea medianamente.

Sin embargo, en la mente obnubilada a momentos del enfermo de Alzheimer, representaba todo un juego que su utopía había convertido en realidad: él, sentado en su lujoso escritorio, recordando antaño su puesto de ejecutivo de una banca muy famosa en su pueblo, y ella –Sofía-, sufriendo para que su suegro siguiera la cotidianidad de los días.

Don Benito en sus buenos tiempos, efectivamente fue un acaudalado y exitoso banquero. De ciudad pequeña o pueblo grande, como usted quiera llamarlo, pero al fin banquero. Y eso, se conservaba en un espacio de su cerebro que a últimas fechas le fallaba como un desvencijado motor de carro modelo del 45.

Esa misma tarde, Sofía y Manuel, éste último padre de don Benito, se preparaban con cierto dejo de tristeza a poner las escasas pertenencias del “vejete” -como en ocasiones de modo despectivo y en mucha forma ofensiva, se refería el hijo al padre-, en una maleta que ya había vivido sus mejores tiempos.

Don Benito presintiendo hacia dónde lo llevaban, con timidez cuestionó el apresuramiento de la pareja por subirlo al automóvil. Ellos, escuetamente sólo le dijeron: “A donde te llevamos vas a estar mejor que en casa”. Sin oponer resistencia y como si fuera un niño a quien llevan de paseo a una feria, don Benito subió al carro de modo dócil.

Una hora después de camino, llegaron frente a las rejas de un asilo. El hospicio aunque muy elegante, no dejaba de ser una especie de prisión para quienes desechados por sus allegados al considerarlos ya sin utilidad para la familia, los mandaban a un lugar “mejor”, donde aseguraban estarían bien atendidos.

La pareja dejó en la antesala al anciano que iban a internar y se dirigió a la oficina cuyo letrero indicaba que era la administración. Previo papeleo de rutina, salieron sólo para despedirse sin emoción alguna del viejo a quien mecánicamente repitieron que estaría “mejor” en ese sitio. Simplemente se fueron y el longevo con su mirada ya muy cansada los vio perderse en las calles de esa ciudad grande o pueblo chico como usted quiera llamarle.

Ya en el albergue a don Benito se acercó rápidamente Paul -un obeso viejecito que aunque no padecía de ninguna enfermedad, voluntariamente se hubo confinado en ese espacio donde convergerían cientos de historias sin destino-, para amablemente darle la bienvenida. Entrambos se dio una empatía que forjaría una amistad sin condiciones… 

Paul puso al “tanto” a su nuevo amigo de las acciones que se llevaban a cabo en el albergue-hospital de ancianos. Por cierto los dos compartirían habitación. Paul, aunque era de nacionalidad mexicana fingía un acento argentino. Eso me hace parecer más interesante ante las damas, siempre le dijo a don Benito.

Ya en el ambiente del asilo, don Benito y Paul, desde entonces inseparables, se dieron a la tarea de conocer conforme pasaban los días, los vericuetos del funcionamiento y estado físico del nosocomio convertido en cárcel de ancianos.

Allí Benito supo de doña Lupita, una ancianita muy dulce que continuamente deambulaba por los pasillos sólo para procurar encontrar un teléfono con el único objetivo de poder llamar a su hijo Fernando para que la recogiera porque ya estaba enfadada en ese lugar al cual la llevó prometiéndole que estaría solamente dos meses…Ha pasado año y medio desde la promesa.

También, don Benito, previa información de Paul, conoció a Anita y Santiago, un matrimonio que ya moraban en ese lugar desde cinco años atrás y según apreciaban muchos de sus compañeros, se sentían a gusto. Quizás eran los únicos con esa sensación.

Con esta pareja sucedía algo extraordinario. A ella solamente la edad -82 años-, le impedía realizar sus labores que consideraba cotidianas y gozaba dando sus alimentos a Santiago de 86 abriles, su esposo quien padecía extravío mental desde una década antes, y quien como niño berrinchudo en ocasiones se negaba a abrir la boca para comer. Cuando esto pasaba, ella, con paciencia susurraba al oído de su esposo algo que de inmediato lo hacía cambiar de actitud y dejaba ver una limpia sonrisa volviéndose manso como una cría aceptando el bocado que con tanto amor le acercaban a su boca.

El enigma del porqué Santiago sonreía ante el comentario casi en silencio por parte de Anita, lo platico a continuación.

Cuando ambos eran adolescentes se conocieron en un pueblo del sur de Tlaxcala. Santiago un día se encontró a Anita, quien venía acompañada de un par de amigas y le propuso sin más que fuera su novia. Ella, de modo coqueto y retando el arrojo del joven, le propuso que sería su novia cuando le llevara una nube en su presencia.

Santiago nunca olvidó el irregular requerimiento que Anita le puso como condición para aceptar ser su novia y un día de pronto, él apareció corriendo frente a ella, la tomó de la mano y la conminó a que lo siguiera. Tras caminar un par de calles, con verdadero entusiasmo y agitación la subió al campanario de la iglesia del pueblo –ésta por cierto estaba en una empinada loma del cerro-, y minutos después de estar en la cima, una gran nube los envolvió. Él, volteó a verla y esperando una respuesta a su anhelo, simplemente escuchó decirle: ¡Tramposo!

Desde entonces, cuando Santiago se extraviaba en su mundo, Anita recordándole el pasado simplemente exclamaba al oído a modo de susurro la palabra ¡tramposo! y como si el tiempo regresara cincuenta o sesenta años, Santiago revivía el momento. Ese simple hecho lo hacía feliz.

En uno de tantos “paseos” por el hospital que hacía de asilo, don Benito preguntó intrigado qué había en el piso de “arriba” y por qué se escuchaban tantos gritos. Paul de modo breve le dijo que era la zona de los “inhabilitados”, de aquéllos que no pueden valerse por sí mismos, le dijo. Son a quienes el Alzheimer los ha envuelto de tal forma que no pueden regresar de sus entelequias. Don Benito sólo movió la cabeza y deseó jamás llegar a ese lugar.

Una mañana, don Benito en tono muy airado reclamó a Paul la devolución de su reloj. El falso argentino desoyendo la proclama simplemente le respondió que no sabía de qué hablaba y salió de la habitación. La escena del reclamo por prendas perdidas se repetía de modo constante. Don Benito reclamando cosas que según él Paul le hurtaba y éste negando todo. Por esa razón ambos amigos llegaron a distanciarse.

Debo decir que de todos los ancianos asilados, Paul era el único con preclara memoria y de consistencia física envidiable. A excepción de los demás, él, motu proprio se había “internado” porque se cansó de vivir solo, acompañado de una buena pensión, de hecho fue la que le abrió la puerta.

Un día a Paul se le ocurrió que debían divertirse y consiguió con su dinero (¿excepto la salud, qué no se consigue con efectivo?) que alguien de “afuera” les llevara un carro. Se puso de acuerdo con los más cercanos amigos Lupita, Santiago, Anita y por supuesto don Benito, y escaparon para ir a recorrer las calles.

De todos sólo don Benito sabía conducir y él tomó el volante. No pasó mucho tiempo para que una “laguna” le cerrara la noción y dejando el volante solo, se arrojó del auto en marcha. Por fortuna iba despacio y fuera de unos raspones en codos y nalgas, no pasó nada. Ese fue el indicador de que la enfermedad de don Benito avanzada inexpugnablemente.

El tiempo corría de modo monótono y llegó el momento en que cronos empezó a cobrar cuotas.

Anita, aquella viejecita que irradiaba salud, murió dejando en el desamparo a Santiago. A quien por cierto tuvieron que llevarlo a la habitación de “arriba”, la de los talachos inútiles. No aguantó mucho la ausencia de su esposa y una estival tarde de julio, escuchando de modo claro el susurro de Anita: ¡Tramposo!, exhaló su último suspiro en paz.

Por su parte Lupita, quien día a día buscaba de modo incansable un teléfono para llamar a Fernando su hijo y que pasara a recogerla, por fin pudo cumplir su deseo: del asilo salió Fernando con ella. Lupita aunque no lo supo nunca, ya que iba en un ataúd.


Continuará mañana domingo 28...