viernes, 14 de junio de 2013

La muerte de un hijo

Ventura Cota Borbón
Después del óbito accidental de su primogénito, ya nada fue igual. Somos muy amigos, estamos emparentados y adolecimos la adolescencia entre su barrio y el mío por tanto él y yo conservamos una amistad que ya sobrepasa los ocho lustros.

Se llama Rafael, así nomás. Tuvo la desgracia de perder a su hijo en un lamentable accidente el uno de julio de hace ya casi seis años. Desde entonces su alma no encuentra la paz y es difícil para él disimular su tristeza.

En nuestros años de niñez y posterior juventud, fuimos “uña y mugre”. Siempre juntos. No había ocasión en la que Rafa y yo asistiéramos para divertirnos.

Compartimos muchas alegrías y pocas tristezas. Conocimos amigos y amigas. Nos emborrachamos y armamos pachangas, todo en un ambiente de tranquilidad.

“Charras” iban y venían y la risa brotaba convirtiéndose en sarcásticas carcajadas. Rafailito era muy alegre hasta ese desventurado día.

Vino a mi mente porque a pesar de ser tan cercanos, hace años que no lo veo y las pocas veces que nos hemos saludado, la risa, el jolgorio, la carrilla todo lo que evidenciaba lo feliz que se podía ser en esa edad, se ha ido. Ha desaparecido de su cara. Creo que en ambos sin embargo en mi amigo es más notable su disminuida luz.

No es para menos, repito, la muerte de un hijo y sobre todo a la edad en que se fue el “Pailin” -17 años-, está carajo.

Mi madre siempre dijo que ella prefería morir antes que enterrar a un hijo y la entiendo. Aunque no puedo sentir el dolor tan intenso de mi primo Rafa, sí puedo inferir lo desgarrada que se encuentra su alma.

Primo Rafael, desde estas líneas te mando hasta donde andes, esos sinuosos caminos por los que tu trabajo te lleva, un sincero abrazo solidario. Dios te dé la paz y la tranquilidad a ti y a tu familia.