jueves, 15 de mayo de 2008

Intravagario (Columna, Edición No. 144)

Por Sergio García

La procesión del entierro

La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar lasseñales de tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.
Este es el inicio de un texto de Jaime Sabines, el enorme poeta chiapaneco que ha enaltecido nuestras letras. Y tomo la cita, la hago mía y la amplío con algunas cosas que con mi acostumbrada mala suerte he presenciado.
Primero, hace dos años estuve en el entierro, en un panteón al Norte de Hermosillo y presencié algo que me dejó perplejo. Era uno de esos “camposantos” privados que ahora existen, muestra de que hasta la muerte somos objeto de comercio despiadado. Pues bien. Mientras esperaba que terminaran las exequias, me dediqué a vagar pensativo y cuál no sería mi sorpresa que las lápidas estaban rayadas con pintura de aerosol donde el administrador o dueño del panteón reclamaba el pago de adeudos. “Pasen a pagar a la oficina” rezaban las leyendas escritas de manera burda sobre las tumbas, sin respeto alguno, lo que representa un acto de profanación, abiertamente delictivo.
Luego he estado en Nogales esta semana, acá en la frontera, donde las cosas son peores. Las empresas funerarias, cual aves rapiñeras no respetan a los deudos.
El término velación para señalar el dolor de los deudos que día y noche hacen guardia ante el féretro del ser amado, inerte, fallecido, ha desaparecido. Ya no se permite quedarse en la funeraria, sino hasta las nueve o diez de la noche. Por que la empresa cierra sus puertas y por tanto, todos deben irse a casa. No importa el dolor, ni nada. Todos los dolientes se van a casa, pues la empresa no está dispuesta a pagar un peso de horas extras a ningún empleado.
La idea de una velación cristiana y tradicionalmente mexicana ha sido destruida en las fronteras y otras ciudades de Sonora. Pero no para ahí el asunto.
Resulta que ya las empresas funerarias no están dispuestas a perder tiempo y para trasladar el féretro a una iglesia a fin de que reciba la última ceremonia religiosa de cuerpo presente; pues la carroza avanza por el tráfico a velocidad de crucero. Se lanza por las calles literalmente como alma que lleva el diablo, cuando de lo que se trata es de respetar el dolor ajeno, pero no sucede así. El doliente debe concentrarse en no perder de vista al Caronte que conduce la carroza a toda velocidad, con la habilidad de Ayrton Senna, quien ya se lo llevó también una carroza.
En días pasados escuchaba a unos asistentes al funeral que aun con lágrimas en los ojos, al acabar la ceremonia religiosa de cuerpo presente, trataban de organizarse para seguir a la carroza cuando fueron advertidos que la carroza ya no esperaba a nadie. Simplemente salía veloz al panteón, por lo que todos buscamos llegar lo más pronto posible al panteón Del Buen Pastor, a fin de que nos permitiera llegar a dar el último adiós al difunto. Ahí, en el panteón nos esperaban sorpresas peores.
Resulta que al llegar, estaba ya una retroexcavadora y de la pala gigantesca, estaba colgado el féretro, justo encima del agujero que sería la última morada del difunto, y donde pensaban darle el último adiós. Ahí en medio de todos, la gigantesca máquina interrumpía con sus maniobras el dolor de los asistentes, quienes no sabían si llorar o lapidar al conductor de la retroexcavadora y sus ayudantes, pues no lograban acomodar el féretro en la tumba, ya que estaba muy angosto. La multitud, que rodeaba al maquinista, avanzaba y retrocedía, se compactaba y se alejaba, dependiendo del irreverente y grosero trabajo de ingeniería. Un verdadero bofetón a las más puras tradiciones y al rostro de los dolientes.
De pronto, luego de varias sacudidas y de gritos de los operadores, el féretro fue acomodado en el fondo de la tumba y la gente pudo dar rienda suelta a su dolor, a sus oraciones, a sus lágrimas suspendidas… Pero en eso estaban cuando de pronto aparece de nuevo la maldita retroexcavadora a velocidad de un T34 soviético, y obliga a la gente a abrirse de nuevo, y sin mucha ceremonia arroja una enorme palada de tierra sobre el cajón funerario.
De esa manera, sin mayor cuidado, la tumba fue rellenada. No estaban los enterradores, quienes lentamente, en silencio respetuoso, enterraban al difunto, mientras la gente rezaba sus oraciones o derramaban un puño de tierra, o una flor, o una lágrima.
A cambio de esta ceremonia cristiana, los empresarios de pompas fúnebres, que más bien parecen empleados de Caronte, nos dejaron una enorme retroexcavadora como la protagonista principal de un sepelio.
(Ah, por cierto, como no vaya a ser que este texto lo lea un diputado o diputada, debo comentar que en la mitología griega, Caronte era el barquero del Hades, el encargado de guiar las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte si tenían un óbolo para pagar el viaje, razón por la cual en la Antigua Grecia los cadáveres se enterraban con una moneda bajo la lengua. Aquellos que no podían pagar tenían que vagar cien años por las riberas del Aqueronte, hasta que Caronte accedía a portearlos sin cobrar).
Así son ahora los sepelios. Caros, ofensivos, dolorosos, sin respeto por los dolientes, pero sí con mucho respeto por los empresarios y sus bolsillos. Por eso yo prefiero que cuando muera me lleven a Empalme o a Guaymas, donde los sepelios aun se realizan en una lenta carroza, donde la gente la sigue a pie, con su dolor a cuestas. Con el respeto que cualquiera se merece en camino a su última morada, sin importar lo que haya sido en vida. Pero volvamos a Jaime Sabines y su procesión:
No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia.Una vez vi a un campesino llevando sobre los hombros unacaja pequeña y blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás deél no iba nadie, ni siquiera una de esas vecinas que se echan elrebozo sobre la cara y se ponen serias, como si pensaran en lamuerte. El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrerocon una de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro dela población iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros dedesconocidos que no se habían atrevido a pasarlo.Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día hade ser, prefiero que me encierren en el sótano de la casa, a irmuerto por estas calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí.Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundohacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver searespetado.